La mezquindad y la mediocridad no son simples defectos morales
individuales, sino que son fuerzas corrosivas que pueden fragmentar
severamente el tejido social, minar el potencial colectivo y fomentar la
alienación de las personas.
Estas actitudes, al arraigarse en las
relaciones humanas, bloquean todo tipo de cooperación puesto que
desconfían del mérito de quienes puedan llegar a tener algún talento
real que no sea chupar medias mientras que perpetúan sistemas de
exclusión y envidia que atentan contra la convivencia armónica y el
desarrollo comunitario.
Entendemos la mezquindad como la incapacidad de compartir bienes
materiales, intelectuales o espirituales con generosidad, muy propio de
la gente que es profundamente antisocial. Aristóteles ya nos advertía
que la virtud de la magnanimidad es esencial para el bienestar
colectivo.
Desde su perspectiva, el mezquino no solo daña a otros, sino
que se niega a sí mismo la posibilidad de trascender en comunidad: en su
expresión más extrema, se convierte en una forma de egoísmo que
erosiona la confianza y dificulta la solidaridad.
Para ilustrar el modo de vida mediocre y mezquino, podemos recurrir a
la mitología, particularmente al mito que dio nombre al síndrome de
Procusto, una metáfora tomada de los griegos antiguos que describe una
actitud común en sociedades donde la miseria humana predomina por sobre
el bien común.
Procusto, reiteramos, un personaje mitológico, era un
posadero que ajustaba a la fuerza a sus huéspedes al tamaño de su cama:
si eran demasiado altos, les amputaba las extremidades; si eran
demasiado bajos, los estiraba.
En términos sociales, este síndrome alude
a la tendencia de algunas personas a rechazar o limitar a aquellos que
destacan o son diferentes, por temor a que su talento, virtudes o
capacidades superiores los eclipsen.
El precitado fenómeno se observa con frecuencia en contextos
laborales, educativos y comunitarios, donde el talento o la excelencia
son percibidos no como recursos para el beneficio común, sino como
amenazas al statu quo.
Al respecto, el filósofo y sociólogo Max Scheler
indicó que “la envidia social es la forma más tóxica de la mediocridad,
pues busca nivelar a todos hacia abajo, impidiendo que los mejores se
desarrollen” (“El resentimiento en la moral”, 1912).
En este sentido, el
síndrome de Procusto no sólo perjudica a los individuos talentosos,
sino que también estanca el progreso colectivo al suprimir la diversidad
y la innovación.
Pues bien amigos, en nuestra era de redes sociales, el síndrome de
Procusto se manifiesta en linchamientos digitales o en críticas
desmesuradas hacia quienes sobresalen en cualquier aspecto de la vida.
El anonimato cobarde y la dinámica de la virtualidad no hacen otra cosa
que amplificar el miedo al talento ajeno, transformando las diferencias
en un objeto de burla o ataque violento.
Sobre este asunto en
particular, Slavoj Žižek indicaba que “el éxito de una sociedad marcada
por la envidia y el resentimiento no sólo es difícil de alcanzar, sino
que se convierte en una carga, ya que provoca el rechazo sistemático de
aquellos que se sienten amenazados por el cambio” (“Living in the End
Times”, 2010).
En contraposición a la mezquindad, la magnanimidad aristotélica se
presenta como antídoto: la reflexión de Aristóteles sobre esta actitud
en su “Ética a Nicómaco” sitúa esta virtud como una cualidad central
para el florecimiento personal y social. Es que el magnánimo aspira
siempre a cosas grandes, pero lo hace desde el conocimiento propio de su
valor, evitando tanto la mezquindad como la vanagloria.
Este equilibrio
es esencial para Aristóteles, pues considera que sólo quien comprende
su dignidad, puede aspirar a lo elevado sin caer en los excesos ni en
las pretensiones vacías.
Aristóteles describe al magnánimo como alguien digno de honores, pero
no como un buscador de reconocimiento a cualquier costo. La
magnanimidad es, en este sentido, opuesta a la mezquindad, que se
manifiesta en el rechazo a reconocer el valor propio o ajeno, y al mismo
tiempo, contraria a la mediocridad, que evita aspirar a lo grandioso
por temor al esfuerzo o al fracaso.
Así, el magnánimo se presenta como
una figura ideal de la ética aristotélica, capaz de armonizar la virtud
personal con el impacto positivo en la comunidad.
En una sociedad marcada por la mezquindad, la magnanimidad actúa como
contrapeso necesario. Aristóteles sugiere que el magnánimo, al conocer
su valor, no necesita despreciar a otros ni competir desde la envidia.
Por el contrario, su aspiración a lo elevado inspira y eleva a quienes
lo rodean y acompañan.
Esto, que parece ancestral y pasado de moda,
tiene profundas implicaciones sociales: un tejido social sano requiere
de individuos que no teman reconocer las capacidades ajenas, sino que
sepan valorarlas y cooperar para alcanzar metas comunes.
La carencia de magnanimidad en una comunidad, entonces, da lugar a
dinámicas destructivas, como el resentimiento y el rechazo a la
excelencia. Nietzsche, por ejemplo, al analizar esta misma idea desde
una perspectiva crítica, sostenía que “lo que no aprendimos de los
griegos fue la capacidad de admirar sin destruir; hoy la grandeza suele
verse como una amenaza que debe ser nivelada” (Más allá del bien y del
mal”, 1886).
Evidentemente, Nietzsche ya notaba la tremenda dificultad
que tiene la sociedad de reconocer la grandeza de otros sin que ello
genere rechazo o envidia, una dificultad que la magnanimidad sí busca
resolver.
Por su parte, la reflexión de Hannah Arendt sobre la desintegración
del mundo común está profundamente ligada a su análisis del egoísmo y la
mezquindad como actitudes que minan el tejido social y la convivencia
política. En “La condición humana” (1958), Arendt observa que la esfera
política no es únicamente el espacio de la acción colectiva, sino
también el lugar donde los individuos se encuentran como iguales y
diferentes al mismo tiempo, compartiendo un mundo que los trasciende.
Cuando señala que la desintegración del mundo común está precedida por
una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo, Arendt está
describiendo cómo el egoísmo exacerbado rompe el equilibrio entre el
interés personal y el interés colectivo. En su análisis, la mezquindad
no se limita al ámbito material, sino que incluye una incapacidad para
reconocer al otro como un igual digno de derechos, perspectivas y
contribuciones.
Recordemos que, para Arendt, la política se fundamenta en la
pluralidad, es decir, la capacidad de los individuos para actuar juntos y
deliberar sobre asuntos que afectan al bien común. El egoísmo llevado a
su extremo, asociado siempre a la mezquindad, despoja a los ciudadanos
de esta capacidad de privilegiar los intereses individuales por encima
de los colectivos.
En un contexto como el nuestro, donde predomina esta actitud, el
prójimo ya no es percibido como un compañero en la construcción del
mundo común, sino como una amenaza o un competidor. Este proceso conduce
a lo que Arendt describe como la “atomización” de la sociedad: un
estado en el que los individuos pierden el sentido de comunidad y
solidaridad, volviéndose aislados y desconfiados.
La consecuencia de
esta forma miserable de vida es la desintegración del espacio público,
el ámbito donde las diferencias pueden ser negociadas y las acciones
colectivas llevadas a cabo. Sin este espacio compartido, las sociedades
se fragmentan en intereses caprichosos, incapaces de articular una
visión de futuro común.
En el enfoque arendtiano, la mezquindad no sólo bloquea la capacidad
de acción colectiva, sino que también destruye el carácter de acción
misma, en tanto que la acción política es intrínsecamente generativa, es
decir, tiene el potencial de crear algo nuevo y de transformar las
estructuras existentes. Sin embargo, una actitud mezquina, al convertir
al prójimo en enemigo, paraliza esta capacidad creadora y perpetúa la
mediocridad, la inercia y el estancamiento.
En este sentido, Arendt
también conecta esta actitud con la crisis de responsabilidad en las
sociedades modernas: cuando los individuos dejan de percibirse como
corresponsables del mundo común, el espacio público se vacía, y las
decisiones quedan en manos de sistemas burocráticos o autoritarios que
no reflejan la voluntad colectiva.
Este vacío, queridos amigos, es una
puerta abierta a la naturalización de la tiranía.
Por último, es necesario que analicemos cómo la mediocridad social
instituida estructuralmente ha establecido el precitado sistema moral
improductivo del “nivelemos para abajo”.
En sociedades donde la
mediocridad es premiada y predomina como norma, el talento, la
excelencia, la habilidad y la inteligencia son percibidas como severas
amenazas en lugar de oportunidades.
Este fenómeno no sólo refleja una
incapacidad para gestionar la diversidad, sino también un miedo
subyacente al cambio y a lo desconocido. El resultado evidente, es una
cultura que castiga la innovación, la crítica racional y la distinción,
prefiriendo la uniformidad por sobre la capacidad.
Recordemos brevemente al filósofo danés Søren Kierkegaard, quien al
referirse al concepto de la “nivelación” en su obra “La enfermedad
mortal” (1849) sostenía que “la nivelación es una victoria del hombre
común, que busca destruir todo lo que sobresale, no por envidia
manifiesta, sino por una indiferencia que niega el valor de lo
extraordinario”.
Este proceso de decadencia moral y cultural no sólo
empobrece la creatividad y la capacidad de transformación de las
comunidades, sino que también ha logrado perpetuar un estado de
conformismo, donde la mediocridad se establece como un estándar
incuestionable: si no me creen, fíjense ustedes mismos el nivel de
nuestros gobernantes.
La dinámica instituida de la “nivelación hacia abajo” implica,
evidentemente, un castigo implícito al talento y a la innovación, en
tanto que aquellos que sobresalen son muchas veces objeto de exclusión,
burla, crítica o sabotaje, lo que no sólo afecta su desarrollo
individual, sino que priva a su comunidad de las posibles contribuciones
que estas personas podrían ofrecer.
Al respecto, recordemos lo que
mencionamos líneas atrás sobre Žižek, quien anuncia que “en las
sociedades donde la mediocridad predomina, el talento es desactivado no a
través de la exclusión abierta y frontal, sino por la marginación sutil
que trivializa cualquier intento de transformación” (“Living in the End
Times”, 2010).
El miedo al talento es, claramente, un reflejo del temor de los
mediocres a enfrentar sus propias carencias. En una cultura donde la
banalidad es la reina y rectora de la cultura y la política, la
diferencia se interpreta como una amenaza porque evidencia las
limitaciones de aquellos que se conforman con lo indiscutido, es decir,
con lo establecido.
Este miedo, en lugar de motivar a la mejor, no hace
otra cosa que reforzar una estructura social que desincentiva hasta el
hastío la superación personal y colectiva, consiguiendo que miles de
personas a diario sostengan la tan lamentable frase: “para qué me voy a
esforzar, si es lo mismo, nadie lo nota, nadie lo valora”. Grave error.
Nuestro desafío es, evidentemente, superar esa realidad de la
nivelación mediocre, mediante la construcción de una cultura del
reconocimiento que aniquile el individualismo violento, señale sin pudor
la inutilidad y la mala leche y proponga un nuevo esquema de valores
donde se valore y potencie el esfuerzo y el talento.
Esto requiere una
reconfiguración de las dinámicas sociales, donde la diferencia no se
perciba como amenaza, sino como una oportunidad para el aprendizaje y el
crecimiento colectivo, puesto que el verdadero progreso social sólo es
posible cuando tenemos la capacidad de reconocer el talento de cada
individuo como un recurso compartido que apunta a enriquecernos a todos,
si lo aprovechamos adecuadamente.
Cierro con esto: la solidaridad y el reconocimiento mutuo no son,
solamente, principios éticos y morales valiosos, sino también
estrategias prácticas (educativas, políticas y económicas) que
fortalecen el desarrollo comunitario sostenido.
La patética nivelación
para abajo es un síntoma de una sociedad que le tiene miedo a la
grandeza y a la excelencia, porque no sabe cómo integrarlas en su visión
de futuro, básicamente, porque no quieren tener futuro.
Superar esta
triste dinámica social naturalizada exige una transformación cultural
que fomente el respeto por la inteligencia, la capacidad práctica, la
creatividad y el talento al servicio de la cooperación colectiva.
(*) Filósofo y profesor