«Nuestros políticos llamados de izquierda, -un tanto frívolos
digámoslo de pasada- rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles de
retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser aunque
parezca extraño más violento que el tiro».
Esta reflexión en torno a Juan de Mairena la escribió Antonio Machado poco antes del inicio de la Guerra Civil. Insistía no obstante el gran poeta en que su imaginario maestro jamás estuvo por el apoliticismo, sino solo por el desdeño de la mala política que hacen «trepadores y cucañistas sin otro propósito que el de obtener ganancias y colocar parientes».
Está tan de moda que gente del Gobierno otorgue negocios y sueldos a
familia y amigos, que pretendía yo dedicar este comentario a analizar
las responsabilidades de nuestra izquierda fake, fraudulenta y
charlatana, a la hora de animar con su proceder el actual crecimiento de
la derecha extrema.
Pero hace apenas una semana comprobamos que nuestro
presidente encabeza además un Gobierno a cuya incompetencia solo hace
sombra la ineptitud y desconcierto de la oposición.
El caballero Sánchez
llegó a España, procedente de un triunfal paseo por la India, la mañana
siguiente a la noche del apocalipsis sucedido en Valencia. Cansado
como estaba de atenciones y elogios, no tuvo prisa en viajar al lugar
del desastre, a fin de enterarse de la magnitud del problema,
limitándose a convocar un comité de crisis de cuya efectividad nada
sabemos.
Desde un primer momento endosó la responsabilidad de
la lucha contra la catástrofe al presidente de la Comunidad Valenciana,
al que desde luego ofreció toda clase de indeterminadas ayudas,
invocando la co-gobernanza de la situación, término que no aparece que yo
sepa en ninguna de nuestras disposiciones legales.
El señor Mazón, encargado
de combatir el horror, no le hizo asco a la encomienda. Y a partir de
ese momento comenzó una carrera desenfrenada hacia su propia
invalidación como líder político, dada su descomunal ineptitud en la
gestión.
Mientras tanto el Congreso de los Diputados, en nombre del
luto por las víctimas, guardaba un minuto de silencio y suspendía la
sesión de insultos entre el poder y la oposición habitual de todos los
miércoles. Pero no hizo así con el último ataque a la libertad de
expresión, junto con el más reciente reparto de favores a militantes
adictos y amiguetes, procurándose un consejo de la televisión pública
que garantice la obediencia debida al mando.
Al hilo de estos hechos hubo tímidos comentarios de la oposición
respecto a la eventualidad de que el Consejo de Ministros decretara el
estado de alarma, pero poder y antipoder coincidían en no querer hacerlo
para no perjudicar la imagen de presidente autonómico.
Como
ya es
sabido que una mayoría de diputados ni siquiera leen las leyes que
votan, no es probable tampoco que se muestren interesados por normas
vigentes hace ya más de cuarenta años. Una de ellas es la que regula los
estados de alarma, excepción o sitio, promulgada con carácter de
urgencia el 1 de junio de 1981, dos meses más tarde del golpe de
Estado de los generales Milán del Bosch y Armada contra nuestra
democracia.
En dicha ley se establece que el Gobierno podrá declarar el
estado de alarma en todo o parte del territorio nacional «cuando se
produzcan alteraciones graves de la normalidad, tales como catástrofes,
calamidades o desgracias públicas, inundaciones, incendios o accidentes
de gran magnitud, crisis sanitarias, paralización de
servicios esenciales o desabastecimiento de productos de primera
necesidad».
En la mañana del día 30 de octubre, recién llegado
Sánchez de los fastos hindúes, todas esas circunstancias se daban en
medida impresionante en la Comunidad Valenciana, y con consecuencias
menos graves en Castilla-La Mancha, mientras las lluvias
torrenciales amenazaban también las islas Baleares.
En la tarde
del mismo día ya se comenzó a hablar de cerca de cien muertos, de miles
de personas bloqueadas en diversas autopistas y de incontables
desaparecidos; se supo además que nadie había avisado a tiempo del
temporal a los pueblos arrasados en donde habían perecido decenas de
personas.
Incluso días más tarde ningún representante del Estado se
personó allí, aunque el viaje no resultó dificultoso para los
voluntarios a ayudar y los reporteros de las televisiones que
transmitieron imágenes escalofriantes de lo que parecía el fin de
nuestro mundo. Nada de eso conmovió la decisión del Gobierno de no
encargarse directamente de luchar contra una catástrofe que no es local,
sino nacional, y que afectó aunque en menor medida también a Cataluña, Andalucía y Extremadura.
Sánchez se ha mostrado dispuesto a ello solo en el caso de que se lo
solicite el presidente de la comunidad autónoma. Pero eso no es
necesario según la ley. La misma establece a las claras que decretado el
estado de alarma la autoridad competente es el Gobierno, que puede
delegar en el presidente de la comunidad si lo estima conveniente. Es
responsabilidad directa del presidente, su gabinete y la mayoría
parlamentaria que le apoya no haber adoptado las medidas extraordinarias
necesarias ante la catástrofe de la semana pasada. Y de nadie más.
Por lo demás está fuera de dudas que el poder político, el nacional y el
autonómico, es también culpable de la tardanza, la descoordinación y el
caos a la hora de proteger a la población, primero, y de ayudarla más
tarde a reparar los daños, que superan ya las doscientas víctimas
mortales mientras los desaparecidos son por el momento casi
incontables. Hay por lo demás anécdotas vergonzantes que ponen de
relieve lo distante de las preocupaciones de los actuales políticos
profesionales respecto a la realidad de las calles.
El mismo día que la
mayoría sedicentemente progresista del Congreso renunció a enfocar sus
trabajos en la catástrofe, prefiriendo dedicarse a controlar por la vía
rápida RTVE, hubo declaraciones en el parlamento que hablan por sí solas
de la catadura de quienes las pronunciaron. La diputada de Sumar Aina Vidal, favorita para sustituir a Iñigo Errejón como
portavoz de su grupo, enfatizó: «Los diputados no estamos para ir a
achicar agua». Eso dijo quien se define a sí misma como feminista,
ecologista y sindicalista.
Lejos de mí, como de Juan de Mairena, agitar los sentimientos de apoliticismo. La
política es una profesión no solo necesaria sino absolutamente
admirable en la medida que quienes se dediquen a ella lo hagan con
vocación de servicio, o sea de achicar el agua y conjurar los peligros
que acechan a la ciudadanía.
La lucha por el poder es necesaria y lícita siempre que se respeten las instituciones,
se refuerce el gobierno de las leyes, y se someta la acción de los
gobiernos al escrutinio público, respetando y promoviendo la libertad de
expresión en vez de persiguiéndola como hacen las actuales huestes
monclovitas. Los partidos son absolutamente necesarios para el
funcionamiento de las democracias.
Pero hace tiempo que existe una
crisis de representación en la mayoría de ellas. Se están generando
elites de poder para las que su principal, y casi único, objetivo es el
mantenimiento del mismo so pretexto de que su misión no consiste
en regular la convivencia y promover la igualdad sino transformar la
sociedad con arreglo a su particular ideología e intereses. Por
desgracia poder y sabiduría no van habitualmente juntos.
Para terminar empeorando las cosas el jefe del Gobierno después de su
desastrosa visita de ayer a un pueblo destruido por la catástrofe, en la
que fue víctima de insultos y agresiones, acusó a los revoltosos de ser
minorías políticas violentas.
Ignoraba que ante lo que se enfrentó era
un pueblo desesperado, y con razón, porque nadie le ayudó cuando lo
necesitaba salvo el esfuerzo de los voluntarios y el testimonio de los
reporteros que daban fe de que a ningún representante del Estado había
acudido a ayudar a hombres y mujeres, desde ancianos a menores de edad,
que defendían sus vidas y sus propiedades victimas ahora de la
imprevisión y la especulación de muchos años. No se deben permitir y
mucho menos aplaudir los desórdenes públicos.
Pero ayer todos vimos que
el rey de España, Jefe del Estado, y la reina Letizia dieron una lección
de ciudadanía y saber hacer a un jefe del Ejecutivo que huyó de la
plebe porque la plebe no le aplaudía. Su declaración, como siempre
impermeable a las preguntas de los periodistas, puso de relieve la falta
de empatía que este gobernante tiene con su pueblo, su arrogancia y su
desvergüenza que están aniquilando la historia y el esfuerzo de millones
de antiguos electores socialistas.
Mirándole
a la cara no puede uno
menos de exclamar lo que ya dijera de la II República don José Ortega y
Gasset: «No es esto, no es esto». Porque esto parece más bien un
monigote. Si fuera así, citando de nuevo a Machado recordaré que un
hombre público debe fidelidad a su propia máscara, pero debe procurar
que no sea tan rígida e impermeable que le sofoque el rostro. Porque más
tarde o más temprano tendrá que dar la cara.
(*) Periodista, ex director de El País (1976-1988) y ex presidente del Grupo Prisa (2012-2018).