Con los años, empiezo a valorar de los poderes públicos tanto las iniciativas de futuro del tipo cambiar el modelo productivo, como la rendición de cuentas sobre lo hecho en el pasado.
Siempre me ha llamado la atención cómo en España el debate presupuestario reproduce, año tras año y gobierne quien gobierne, la misma situación anómala: el Gobierno dice lo que espera del año próximo y las cosas que pretende hacer en ese futuro temporalmente acotado. Y todos discutimos sobre la credibilidad de ese marco futuro y sobre lo que se dice que se quiere hacer en el mismo. Pero nunca se discute sobre lo que se ha hecho, en relación a lo que se dijo el año pasado que se iba a hacer, aunque se presenta un estado de cuentas con el grado de ejecución del presupuesto anterior, que no suele suscitar especial interés. Es decir, que en un debate tan importante como el de presupuestos, al que dedicamos tres meses de duro trabajo parlamentario en pleno y en comisiones, no hay un verdadero análisis de rendición de cuentas sobre lo hecho y todo se suele centrar en un rifirafe, siempre, sobre lo que está por venir.
Tanto las reglas de buen gobierno corporativo, como las recomendaciones de la OCDE sobre códigos de buen gobierno del Gobierno (como ministro, propuse uno en marzo de 2005, que se aprobó) hacen hincapié en la importancia de la transparencia y de la rendición de cuentas para que se pueda evaluar y juzgar la actuación de los órganos que toman decisiones, sea en la empresa, sea en el Gobierno. Estos mismos principios se incorporan en todas las propuestas de fortalecimiento de los sistemas democráticos del mundo entero para contrarrestar la excesiva concentración de poder en manos de los ejecutivos.
Todo quehacer público debería tener un objetivo explícito que se pueda evaluar con posterioridad para ver su grado de cumplimiento y, por tanto, la eficacia de la gestión, pero también para analizar las dificultades que hayan podido surgir y, a partir de ellas, modificar las medidas o las políticas puestas en marcha. Este deseo de conocer, evaluar, aprender, corregir, que redunda en una mejor gestión de las políticas públicas y en una mejora del funcionamiento global del sistema, debería ser obligatorio si no desde un punto de vista legal, si al menos como compromiso ético de los establecidos en las prácticas de buen gobierno.
Cuando las Administraciones Públicas gestionan en torno a la mitad del PIB de un país, la preocupación sobre cómo mejorar de forma permanente su eficacia y eficiencia debería ser una exigencia obvia. Y en España debe hacerse en tres direcciones. Hay que actuar para reducir las cargas excesivas e innecesarias que las administraciones repercuten sobre las empresas y los ciudadanos, provocando importantes pérdidas de horas de trabajo. Hay que conseguir una coordinación máxima entre todas ellas -nacional, autonómica y local- para sustituir con más trabajo interno las trabas y los quebraderos de cabeza que, con demasiada frecuencia y alegría, trasladamos a los ciudadanos. Y hay que lograr unas administraciones bien engrasadas en su funcionamiento interno, con trabajadores motivados y con procedimientos claros y evaluables.
Si la reforma del mercado laboral, del sistema público de pensiones o de nuestros impuestos no son prioritarias para el Gobierno, como se ha dicho, debería de hacerse, por lo menos, una reforma estructural de gran calado en torno al funcionamiento de nuestras administraciones. Empezando por la manera en que se gestionan los presupuestos y, en general, las políticas públicas de gasto, con dos objetivos fundamentales: uno, político, rendir cuentas de forma todavía más transparente y otro, técnico, mejorar la eficacia en la actuación de un sector público cuya incidencia sobre el conjunto del PIB, del empleo y de la productividad del país, es de la mayor trascendencia.
De manera inmediata se pueden utilizar dos instrumentos: una presentación cuantitativa de las políticas y medidas gubernamentales y de los Ministerios que, partiendo de cero, obligue a explicar la necesidad de cada una de las partidas y de las razones por las cuales se propone hacerlo así y no de otra manera. Esto sería tanto como elaborar, de verdad, unos presupuestos por objetivos, en los que cada euro debería de estar justificado no por la Historia, sino desde la consecución de un objetivo político-social conocido y deseable. En segundo lugar, potenciar la actual Agencia de Evaluación de Políticas Públicas para que presente en el Parlamento, con el próximo Presupuesto, un análisis de aquellas políticas de gasto que se considere prioritarias, analizando su impacto real y, por tanto, la eficacia con la que se ha diseñado y se han llevado a cabo.
Si la actual crisis financiera internacional ha representado, también, la crisis de una concepción ideológica neoliberal según la cual el Estado es siempre el problema, quienes creemos en la necesidad de un Estado regulador que coopere con el mercado y con el sector privado debemos esforzarnos en defender nuestra causa a partir de una reforma de la administración que encarna los poderes de ese Estado, para hacerla más transparente, eficiente y, por tanto, útil. Facilitar la rendición de cuentas de las políticas públicas es una parte de esas reformas estructurales determinantes que en nuestras Administraciones puede arrancar sobre las bases puestas ya en la pasada legislatura. Con perdón.
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