En septiembre del año pasado, un informe de Naciones Unidas y el Banco
Mundial avisaba del serio peligro de una pandemia que, además de
cercenar vidas humanas, destruiría las economías y provocaría un caos
social. Llamaba a prepararse para lo peor: una epidemia planetaria de
una gripe especialmente letal transmitida por vía respiratoria.
Señalaba
que un germen patógeno de esas características podía tanto originarse
de forma natural como ser diseñado y creado en un laboratorio, a fin de
producir un arma biológica. Y hacía un llamamiento a los Estados e
instituciones internacionales para que tomaran medidas a fin de conjurar
lo que ya se describía como una acechanza cierta.
La presidenta del
grupo que firmaba el informe, Gro Harlem Brundtland, antigua primera
ministra de Noruega y exdirectora de la Organización Mundial de la
Salud, denunció que un brote de enfermedad a gran escala era una
perspectiva tan alarmante como absolutamente realista y podía
encaminarnos hacia el equivalente en el siglo XXI de la “gripe española”
de 1918, que mató a cerca de 50 millones de personas.
Denunció además
que ningún Gobierno estaba preparado para ello, ni había implementado el
Reglamento Sanitario Internacional al respecto, aunque todos lo habían
aceptado. “No sorprende” —dijo— “que el mundo esté tan mal provisto ante
una pandemia de avance rápido transmitida por el aire”.
Los llantos de cocodrilo de tantos gobernantes, en el sentido de que
nadie podía haber imaginado una cosa así, no tienen por lo mismo ningún
sentido. No solo hubo quienes lo imaginaron: lo previeron, y advirtieron
seriamente al respecto. Ha habido sin ninguna duda una negligencia por
parte de los diversos ministros de Sanidad y sus jefes, y en Francia
tres médicos han presentado ya una querella contra el Gobierno por ese
motivo.
La consecuencia es que la mayoría de las naciones occidentales
están hoy desbordadas en sus capacidades para luchar contra la epidemia.
Se ha reaccionado tarde y mal. Faltan camas hospitalarias, falta
personal médico, faltan respiradores, y falta también transparencia en
la información oficial. En nuestro caso los periodistas tienen incluso
que soportar que sus preguntas al poder sean filtradas por el secretario
de Comunicación de La Moncloa.
El 24 de febrero la OMS declaró oficialmente la probabilidad de que
nos encontráramos ante una pandemia. Pese a ello y a conocer la magnitud
de la amenaza, ya hecha realidad con toda crudeza en varios países,
apenas se tomaron medidas en la mayoría de los potenciales escenarios de
propagación del virus.
En nuestro caso se alentó la asistencia a
gigantescas manifestaciones, se sugirió durante días la oportunidad de
mantener masivas fiestas populares, no se arbitró financiación urgente
para la investigación, se minimizó la amenaza por parte de las
autoridades, e incluso el funcionario todavía hoy al frente de las
recomendaciones científicas osó decir entre sonrisas que no había un
riesgo poblacional.
No es momento de abrir un debate sobre el tema, pero es lícito
suponer que además de las responsabilidades políticas los ciudadanos,
que ofrecen a diario un ejemplo formidable de solidaridad en medio del
sufrimiento generalizado, tendrán derecho a demandar reparación legal si
hay negligencia culpable. Cunden a este respecto las dudas sobre la
constitucionalidad en el ejercicio del estado de alarma. Se han
suspendido en la práctica, aunque el decreto no lo establezca así, dos
derechos fundamentales, el de libre circulación y el de reunión.
No se
discute el contenido de las medidas, del todo necesarias, sino la
decisión de no declarar el estado de excepción que sí cubriría sin duda
alguna dichos extremos, como también la movilización del Ejército. La
impresión dominante es que el Gobierno es prisionero en sus decisiones
de los pactos con sus socios de Podemos y los independentistas catalanes
y vascos. En una palabra, la conveniencia política prima, incluso en
ocasiones tan graves como esta, sobre la protección de la ciudadanía.
En descargo de nuestras autoridades puede apelarse por desgracia a
parecidos errores cometidos en la Unión Europea, cuyo fracaso
institucional, si no despierta a tiempo de la parálisis, amenaza con ser
definitivo. La falta de coordinación entre los Gobiernos, la variedad
de las decisiones adoptadas, la incapacidad para dar una respuesta
global a un problema global, es ultrajante para la ciudadanía.
La
Comisión, el Consejo y el Parlamento europeos deberían haber adoptado
medidas homogéneas para el conjunto de sus miembros. Europa ya venía
fracasando en las políticas sobre emigración o refugiados, y solo se ha
mostrado firme y coherente en la exigencia de austeridad que garantice
los equilibrios presupuestarios.
Dicha austeridad, aplicada con
criterios cortoplacistas, está en la base de la escasa inversión en los
sistemas de salud, cuyas carencias nos conducen ahora al mayor
desequilibrio económico y fiscal imaginable. A medida que se cierran las
fronteras y se expulsa a los extranjeros, crece el nacionalismo de
viejo cuño, incapaz como es de dar respuesta a problemas planetarios, y
en el que se engendran desde hace siglos sangrientos conflictos.
Pero el desorden no es solo europeo. No se han reunido el G20 y el G7,
los supuestos amos del mundo; los llamamientos del secretario general de
la ONU a proteger a los países más desfavorecidos e inermes ante la
amenaza letal no son escuchados; y al presidente de Estados Unidos no se
le cae de la boca la acusación a China de ser la responsable de esta
catástrofe porque el primer ataque del virus tuvo lugar en Wuhan.
Uno de
los principales deberes pendientes, cuando la situación se haya
estabilizado, será tratar de analizar el verdadero foco del patógeno, y
establecer si tiene su origen natural o fue un invento humano. Al fin y
al cabo, también la pandemia de 1918 recibió el apelativo de “gripe
española” cuando en realidad la transmitieron soldados norteamericanos
que habían desembarcado en un puerto francés.
Dure dos semanas o dos meses (más probablemente esto último) la batalla
ciudadana contra el virus, lo que se avecina tras la victoria, cuyo
precio habrá que contabilizar en vidas humanas antes que en datos
económicos, es una convulsión del orden social de magnitudes todavía
difíciles de concebir. El poder planetario se va a distribuir de forma
distinta de como lo hemos conocido en los últimos 70 años. El nuevo
contrato social ya ha comenzado a edificarse además gracias al empleo
masivo de la digitalización durante el confinamiento de millones de
ciudadanos en todo el orbe.
En el nuevo escenario, China no será ya el
actor invitado, sino el principal protagonista. La eficacia de sus
respuestas en las dos últimas crisis globales, la financiera de 2008 y
la pandemia de 2020, le va a permitir liderar el nuevo orden mundial,
cuyo principal polo de atención se sitúa ya en Asia.
No por casualidad
países como Corea del Sur, Singapur y Japón sobresalen en el podio de
los triunfadores frente al coronavirus. Este nuevo orden mundial ha de
plantear interrogantes severos sobre el futuro de la democracia y el
desarrollo del capitalismo. También sobre el significado y ejercicio de
los derechos humanos, tan proclamados como pisoteados en todo el orbe.
Por mucho que griten los populistas es la hora de los filósofos. Uno de
los más respetados en el ámbito del Derecho, el profesor Luigi
Ferrajoli, llamaba precisamente desde Roma, apenas días antes de que la
ciudad se cerrara al mundo, a levantar un constitucionalismo planetario,
“una conciencia general de nuestro común destino que, por ello mismo,
requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y
de nuestra pacífica y solidaria coexistencia”.
Palabras que me hubiera
gustado escucharan los españoles días atrás en alguno de los mensajes a
la nación, tan bienintencionados como poco inspiradores.
(*) Periodista
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