Como presidente de la Cámara de Comercio de Alicante, Fernández Valenzuela prefiere que la CAM matrimonie con Cajamurcia antes que con Bancaja. Esa voluntad política ha cristalizado en un catedralicio plan llamado Alicante horizonte 2020: un traje a medida que encierra, en tiempos convulsos, más deseos e intenciones que realidades.
Valenzuela es hoy la voz de una parte del empresariado de Alicante. Cuando Valenzuela era la voz de una parte de los socialistas de Alicante, como presidente de la Diputación, también combatía una posible y humeante alianza con Bancaja. Valenzuela no es sino la expresión plástica de una élite alicantina -empresarial, política, social- inmovilista en su relato, que teme perder privilegios y poder.
Y esa élite ha formado un gigantesco aparato de influencia sobre la opinión pública, un monstruoso conjunto de fuerzas cuyo marco referencial posee unos límites geográficos -en los que no está Valencia, mucho menos Castellón- y que decide lo que es bueno o malo, por encima en ocasiones de la lógica o del sentido común. Y de las certidumbres culturales y las conjunciones administrativas y políticas con el resto del colectivo valenciano. Lo bueno es bueno si lo es para Alicante.
Ése es el resultado de una serie de fuerzas fácticas que han establecido el relativismo como su doctrina de salón: lo adecuado o lo provechoso ha de poseer como escenario un oasis determinado -en este caso, el alicantino- al igual que lo adecuado en la creencia de los jíbaros es que los espíritus han de curar las enfermedades.
Bajo esa concepción -o descomposición- de los intereses regionales, que ha crecido al amparo de las aristocracias locales en una espiral de endogamia suicida, cualquier intento de acercamiento entre las entidades financieras valencianas ha de constituir una ilusión. A pesar de que lo dicte el mercado y lo señale el Gobierno.
La ideología que segrega ese oasis anticipa, pervierte o prejuzga el diseño de un horizonte común. Que es político, por supuesto, porque todo es política. Y va más allá de las consecuencias directas en los órganos rectores, de los damnificados directivos de vuelo alto o de la delgadez numérica de los aposentados en los consejos de administración.
La constatación -que es casi un manifiesto- del paisaje refundado de las cajas españolas tampoco arrastra a las valencianas en esa tolvanera. Se fusionan dos de las tres entidades vascas -tercera de España en beneficios-, lo intentan las castellano-leonesas, lo proponen las andaluzas, lo insinúan las gallegas, lo debaten las catalanas.
La valencianas son marginales a ese club: el entorno de la CAM mira a Murcia, quizás hacia otras autonomías, en lugar de hacia Valencia. Ese desdén contempla además la negativa a blindar el territorio más voluminoso sobre el que se actúa, la pérdida de fortaleza en el mercado nacional y el perjuicio de influencia al alejarse de la agitada competencia. La nueva caja vasca posee dos sedes, por cierto, para repartir patrias y orgullos.
Las cuestiones técnicas de la perpleja fusión valenciana son, por otra parte, subalternas. ¿Desde cuándo al capital le importan los efectos nocivos en el trabajo? La invitación de Cruz Sierra, en estas páginas, a coger lápiz y papel y hacer números, es cosa que se viene repitiendo de forma cíclica y pasión entomológica, aunque tal vez no en esta coyuntura.
García Checa, primero como subdirector y después como director general, estudió balances y cuentas, sinergias y beneficios, costes y maldiciones eternas e hizo partícipes a no pocos actores políticos y agentes sociales. No era la primera vez.
La CAM ha de poseer sus cuentas, como no podría ser de otra manera. Y mucho más ahora, que Vicente Sala -contrario a la fusión desde los vientos esencialistas de Alicante- cumple, dentro de unos meses, 70 años, y ha de abandonar la presidencia. A no ser que la ley de cajas sufra la modificación que esperan -como aquellos dos vagabundos que esperaban en un árbol al Godot que nunca llegó- Miguel Blesa, presidente de Caja Madrid y el propio Sala, cada uno en sus respectivas autonomías.
Valenzuela es hoy la voz de una parte del empresariado de Alicante. Cuando Valenzuela era la voz de una parte de los socialistas de Alicante, como presidente de la Diputación, también combatía una posible y humeante alianza con Bancaja. Valenzuela no es sino la expresión plástica de una élite alicantina -empresarial, política, social- inmovilista en su relato, que teme perder privilegios y poder.
Y esa élite ha formado un gigantesco aparato de influencia sobre la opinión pública, un monstruoso conjunto de fuerzas cuyo marco referencial posee unos límites geográficos -en los que no está Valencia, mucho menos Castellón- y que decide lo que es bueno o malo, por encima en ocasiones de la lógica o del sentido común. Y de las certidumbres culturales y las conjunciones administrativas y políticas con el resto del colectivo valenciano. Lo bueno es bueno si lo es para Alicante.
Ése es el resultado de una serie de fuerzas fácticas que han establecido el relativismo como su doctrina de salón: lo adecuado o lo provechoso ha de poseer como escenario un oasis determinado -en este caso, el alicantino- al igual que lo adecuado en la creencia de los jíbaros es que los espíritus han de curar las enfermedades.
Bajo esa concepción -o descomposición- de los intereses regionales, que ha crecido al amparo de las aristocracias locales en una espiral de endogamia suicida, cualquier intento de acercamiento entre las entidades financieras valencianas ha de constituir una ilusión. A pesar de que lo dicte el mercado y lo señale el Gobierno.
La ideología que segrega ese oasis anticipa, pervierte o prejuzga el diseño de un horizonte común. Que es político, por supuesto, porque todo es política. Y va más allá de las consecuencias directas en los órganos rectores, de los damnificados directivos de vuelo alto o de la delgadez numérica de los aposentados en los consejos de administración.
La constatación -que es casi un manifiesto- del paisaje refundado de las cajas españolas tampoco arrastra a las valencianas en esa tolvanera. Se fusionan dos de las tres entidades vascas -tercera de España en beneficios-, lo intentan las castellano-leonesas, lo proponen las andaluzas, lo insinúan las gallegas, lo debaten las catalanas.
La valencianas son marginales a ese club: el entorno de la CAM mira a Murcia, quizás hacia otras autonomías, en lugar de hacia Valencia. Ese desdén contempla además la negativa a blindar el territorio más voluminoso sobre el que se actúa, la pérdida de fortaleza en el mercado nacional y el perjuicio de influencia al alejarse de la agitada competencia. La nueva caja vasca posee dos sedes, por cierto, para repartir patrias y orgullos.
Las cuestiones técnicas de la perpleja fusión valenciana son, por otra parte, subalternas. ¿Desde cuándo al capital le importan los efectos nocivos en el trabajo? La invitación de Cruz Sierra, en estas páginas, a coger lápiz y papel y hacer números, es cosa que se viene repitiendo de forma cíclica y pasión entomológica, aunque tal vez no en esta coyuntura.
García Checa, primero como subdirector y después como director general, estudió balances y cuentas, sinergias y beneficios, costes y maldiciones eternas e hizo partícipes a no pocos actores políticos y agentes sociales. No era la primera vez.
La CAM ha de poseer sus cuentas, como no podría ser de otra manera. Y mucho más ahora, que Vicente Sala -contrario a la fusión desde los vientos esencialistas de Alicante- cumple, dentro de unos meses, 70 años, y ha de abandonar la presidencia. A no ser que la ley de cajas sufra la modificación que esperan -como aquellos dos vagabundos que esperaban en un árbol al Godot que nunca llegó- Miguel Blesa, presidente de Caja Madrid y el propio Sala, cada uno en sus respectivas autonomías.
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