Partiendo
de la base de que la mayoría de los occidentales compartimos una escala
de valores en la que la corrupción es, por definición, inmoral, es
interesante conocer qué pasa por la mente de una persona aparentemente
honrada que llega a corromperse. Lo explica de manera magistral Dan Ariely en su obra Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos,
en la que demuestra que todos tratamos de sacar provecho de medias
verdades, mentiras o trampas lo suficientemente menores para no hacernos
sentir mal cuando nos miramos al espejo, para seguir viendo reflejada
en él a una persona íntegra.
Eso no
quiere decir que todos seamos unos corruptos. Ariely sostiene que los
mentirosos recalcitrantes, aquellos que llegan hasta el final, los
corruptos, son una ínfima minoría. La inmensa mayoría hacemos trampa a
tan pequeña escala y de forma tan extendida que ni nos damos cuenta.
Sería el caso de ese padre que riñe a su hijo al enterarse por el
profesor de que ha robado un lápiz en el colegio y termina así la
reprimenda: "Además, cuando quieras un lápiz yo te puedo traer los que
hagan falta del trabajo".
Decía Oscar Wilde
que "la moralidad, como el arte, significa trazar una línea en algún
sitio", probablemente allí donde no nos sintamos mal delante del espejo o
delante de los demás, que también el entorno es importante.
En la primerísima fase de la operación Taula que nos ha tenido ocupados esta semana hay unos nombres que configuran, presuntamente, esa minoría de la que habla Aliery: Rus, Llopis, Caturla, Medina, García-Fuster...
Habrá más. Sin embargo, la rudeza de sus actos no interesa tanto a
quien esto escribe como esa mayoría compuesta por concejales y sobre
todo asesores del Ayuntamiento de Valencia que creyeron que blanquear
mil euros no era corrupción porque no le estaban robando a nadie, que
solo era un adelanto que luego les devolvían en un sobre. Además, "¡cómo
va a ser corrupción mil euros, con lo que se ha (hemos) robado aquí!"
Si
alguno se sintió incómodo delante del espejo sería no tanto al hacer la
donación al partido como después de recibir el sobre con los dos
billetes de 500, que los papeles morados están peor vistos ahora que
cuando viajaban en maletín en los años de vino y rosas. Algo de esto
explica en su libro el sociólogo norteamericano, robar un lápiz nos
parece menos grave que robar el euro que cuesta, o dicho con otro
ejemplo, nadie presume de sisar 20 euros, pero sí de bajarse un libro
que tiene ese valor en el mercado. El vil metal envilece. Recibir dos
billetes de 500 en un sobre debe de ser muy incómodo.
Políticos, asesores y empresarios -no la senadora Rita Barberá,
que está tranquila en su casa- viven estos días temerosos de que llamen
a la puerta a las seis de la mañana y ni sea el lechero ni se haya
acabado la democracia. Le ha pasado a gente muy cercana, gente de orden
que nunca pensamos que dormiría en el cuartelillo, y si hay una cosa
segura es que la operación Taula no ha hecho más que empezar.
¡Ay de aquellos que un día se miraron al espejo y no les gustó la pinta,
pero se dijeron bueno es una vez... o dos, lo hacen todos y tampoco
hago daño a nadie!
Lo bueno de ser honrado es lo feliz que duerme uno. Del escándalo de las tarjetas black de
Caja Madrid me fijé en dos aspectos opuestos. El primero, la avaricia
de algunos beneficiarios de la tarjeta, con sueldos y dietas altísimos
en la propia caja o en sus empresas, que no solo la utilizaron para
comer y viajar a lo grande gratis total sino que estuvieron yendo hasta
el último minuto al cajero automático a rebañar el botín de 600 en 600
euros. El segundo, que cuatro de las 86 personas a las que se facilitó
la tarjeta opaca nunca la usaron, algunos ni la recogieron. Cuatro son
también los asesores del Grupo Popular en el Ayuntamiento que rechazaron
participar en el presunto blanqueo de dinero que les querían imponer
desde arriba. ¡Felices sueños!
Hay otro
aspecto interesante que destaca Dan Ariely en su ensayo, y es que no
hay pueblos más corruptos que otros. Lo dice tras experimentar con
grupos de personas en diferentes países, entre los que no está España
pero sí Italia, que tampoco tiene buena fama. Hay sociedades donde se ha
extendido más la corrupción porque no se ha atajado, pero la proporción
de personas que meten la mano en la caja cuando tienen ocasión es
similar en todos los pueblos. Parafraseando a Mónica Oltra, los valencianos no somos más corruptos que el resto, es corrupto el PP, y no solo en Valencia.
No
sé cómo se verá Rita Barberá cuando se mire al espejo, si es que es
capaz de mirarse después de que su mano derecha durante muchos años en
el Grupo Popular municipal se haya librado de la cárcel porque el juez
ha sido benévolo y de que estén investigados -la palabra imputados me
gusta más- todos sus concejales y casi todos los asesores del grupo. Si
la exalcaldesa es como la mayoría de las personas, se sentirá mal,
culpable, arrepentida. Pero más parece, escuchándola el otro día en la
Cope, que pertenece a esa minoría de la que habla Ariely, la de quienes
han traspasado la raya de la decencia.
(*) Periodista y director de Valencia Plaza
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