Francisco Poveda Juan Carlos I es un rey, es un jefe de Estado, es jefe de una Dinastía, de la Casa Real Española, comandante en jefe del Ejército. Pero, sobre todo, es el líder del cuerpo social de un país con demasiada historia.
Ningún país puede funcionar sin líder, si entendemos la función como influencia sobre la mayoría. Y él ha sido, indiscutiblemente, el líder de España durante 32 de sus setenta años, en una nación poco monárquica pese a haber sido casi siempre, e históricamente desde 1492, una monarquía unitaria. Y antes, un conjunto de monarquías peninsulares ibéricas de todo signo, suerte y destino.
España, país de valles y montañas, es un pueblo de muy difícil gestión. Después de un más que turbulento siglo XIX y un XX que apuntaba con superarlo para peor, el ya largo reinado de Juan Carlos I ha sido una de las épocas de mayor esplendor y progreso cierto, sólo equiparable al gobierno de su pariente directo Carlos III en el siglo XVIII. Y democrático al estilo sajón o escandinavo.
En un momento que, por la edad del Rey y tiempo sentado en el trono, se comienza a hacer balance y algunos en España, desde la derecha más conservadora e izquierda extrema, aprovechan ahora para cuestionar la legitimidad actual de la institución, conviene reflexionar sobre la necesidad, o no, de prescindir de un liderato tan popular y garantista para los españoles. Ningún monarca en la Historia Contemporánea de España estuvo tan cerca del pueblo.
Juan Carlos I se ha demostrado pieza fundamental en un engranaje constitucional complejo aunque consensuado, reformable y difícilmente sustituible ahora por otro menos equilibrado y solidario. Hoy por hoy, el Rey es garantía de libertades públicas reales y no sólo formales, de la supervivencia de España como tal y en su diversidad, de la moderación de la vida pública, de la defensa nacional en su calidad de vértice de las Fuerzas Armadas y posicionamiento internacional. ¿Qué líder de nuestra historia reunió siquiera la mitad de todo eso?
El monarca sigue siendo, pese a su edad y tiempo en el trono, el garante también de la propia institución monárquica. Mientras él viva y mantenga su sano juicio, no parece posible convulsión alguna en el sistema pese a ser el español todavía un pueblo imprevisible. Ninguna plutocracia al acecho parece tenga nada que hacer. Tampoco hay a la vista una figura política con suficiente talla de estadista y capacidad de adhesión bastante como para plantear en serio, y fortuna, un cambio de monarquía a república en España.
Incluso, si tras Juan Carlos, se proclamase la III República, sería una estupidez y una torpeza política, tratar de borrar las huellas visibles de su largo reinado, en un vano intento de rectificar la historia “a posterori”. Porque no son pocos, ni poco ambiciosos, algunos políticos de cierto perfil, de izquierda y derecha, que están esperando su momento para ser presidentes de una nueva república tras la muerte del Rey. Los nombres están en la mente de todos y alguno hasta es hoy, sin rubor, consejero de Estado en ejercicio.
Porque no nos engañemos: alguno de ellos ha movido ya pieza mediática desde fuera de España para que se produzcan ciertos ataques sutiles a Juan Carlos en prensa internacional de calidad y referencia, y eso no parece fruto ni de la casualidad ni de la coyuntura. Responde a intereses ajenos a los generales de España y los españoles. El objeto inmediato es la erosión de la figura del Rey en un punto de inflexión por la edad y un estado de salud propio de los años y el estrés inherente a su alta responsabilidad.
También han aparecido libros para el desprestigio del Heredero. Y hemos oído y visto ciertos programas de radio y televisión dentro de España, cuyo objetivo no parece ser el de favorecer el liderazgo del Rey cuando se ha llegado hasta pedir su abdicación como si estuviésemos ante otro Fernando VII. Demasiadas coincidencias en el tiempo y demasiados impacientes esperando su momento para, eventualmente, ocupar la Jefatura del Estado.
Pero el futuro no está escrito aunque Juan Carlos lleva demasiada fuerza de inercia todavía como para que alguien pueda parar en seco a la monarquía. Un gran porcentaje de españoles no ha conocido otro líder. Otra gran parte sabe, agradecida, que ha cumplido su papel histórico con tacto, discreción, gran diligencia y mucha dignidad.
Y sigue siendo, de momento, una ínfima minoría, la que ya está planteando alternativas en vida del propio Rey para ponérselo aún más difícil a un Príncipe de Asturias poco entusiasmado con su sino pero de gran sentido del deber dinástico, acrecentado a partir de alcanzar los 40 años, su boda y doble paternidad.
Él mismo sabe lo difícil que resultará a su heredero conservar el trono. Pero peor lo tenía él para ganarlo por consenso en noviembre de 1975. Al final será lo mismo: demostración de utilidad y capacidad de liderazgo. E independencia respecto de excluyentes grupos de intereses, en lo que será para entonces una democracia telemática, para la que el padre carece de recetas. El tiempo del futuro Felipe VI no tendrá nada que ver con el de Juan Carlos I aunque España sea esencialmente la misma.
La misma, se refiere a lo complicado de su gestión. Cuando sus dirigentes no han sido muy capaces, por no entenderla, han fracasado pronto. Hoy nadie discute que la república es una forma de gobierno más extendida y moderna (lo de más democrática está por ver) pero la monarquía constitucional no le anda a la zaga en capacidad de generar bienestar para el ciudadano, desde el Pacífico al Báltico. Lo que está aún por demostrar a la tercera es si la república resulta más idónea para un país de tanta complejidad y atormentada historia como es España tras dos intentos anteriores fallidos.
Se ha demostrado históricamente, eso sí, que sólo con fuertes lideratos es posible nuestro progreso en la unidad con diversidad. Nuestra característica individualista y cainita no deja mucho lugar a direcciones colegidas, condicionadas o compartidas. O vacías de contenido. La moderación es, a la vez, en nuestro caso, condición y necesidad. Y parece la puede ostentar mejor una autoridad neutral de larga proyección en el tiempo que otra sometida a la revalidación periódica o a los intereses partidistas del momento.
Nuestra transición política ha sido un modelo pero sólo desde la perspectiva de nuestra reciente historia anterior a partir de mediados del XIX. Porque, pese al pacto por la no ruptura, ha tenido episodios trágicos. Ahora aparecen más claros los errores y aciertos de la fórmula pero la monarquía no debe ser, en ningún caso, el chivo expiatorio de un neofranquismo, que se resiste a morir a manos del sentido de la propia Historia, ni la diana de una Iglesia dominada por una corriente integrista, ajena al catolicismo español.
A Juan Carlos I hay que juzgarlo por lo que ha hecho como rey desde 1976 y no por lo que hicieron quienes lo utilizaron tras la victoria de las democracias sobre los totalitarismos en 1945. Si la reforma política de 1978 encierra necesarias rupturas, la suya fue la primera como condición “sine quanon” para legitimarse al comienzo de su reinado, al margen de saber estar a la altura en el intento de golpe de estado militar de febrero de 1981.
Sólo de su mano, España entró a formar parte de la Unión Europea en 1986, tras décadas de vanos intentos, y recuperó los parámetros democráticos perdidos en 1936 por el estallido de la Guerra Civil.
El ahora tan admirado por todos, Adolfo Suárez, es Juan Carlos quien lo escoge, da cobertura y le deja hacer, según lo convenido entre ambos. La inusual duración de Felipe González en La Moncloa tampoco es ajena al monarca en su intento de consolidar una democracia para todos.
Sólo por eso, el Rey de España se merece en su 70 cumpleaños, las gracias de los ciudadanos por evitar con su presencia la repetición de episodios que, de nuevo, nos hubiesen hecho sentirnos ante el Mundo, avergonzados como españoles.
Monarquía o república es otro debate donde, eso sí, deben pesar el haber y el debe de cada sistema de gobierno, conforme a nuestra propia experiencia y la de nuestro entorno, y ver si merece la pena probar el cambio por el propio cambio. Es cuestión de calcular el riesgo y sopesar el precio si se llega a plantear la posibilidad algún día.
En una democracia consolidada, como la que nos deja Juan Carlos I, hasta cabe plantear el prescindir de quien la ha hecho posible desde su liderato. La soberanía reside desde 1978 en los españoles porque el monarca renunció, convencido, a ser cómplice y vértice de una dictadura institucional, con apariencia de democracia, primero, y a poderes civiles ejecutivos en la Constitución después. Esa es su grandeza y su enorme mérito.
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