Dado que la tendencia a largo
plazo (1880-2009) del aumento del nivel del mar en Cádiz es de 1mm al
año [2],
esta noticia no sólo contradecía el sentido común, sino otros
pronósticos (también alarmistas, pero no tan ridículos) publicitados por
la misma cadena tan sólo cuatro semanas antes [3].
El
disparate podría ser sólo un ejemplo más de la ausencia de rigor y nulo
amor a la verdad del periodismo actual, pero, siendo la fuente una
televisión pública controlada por el PP, también sirve como ejemplo del
unipartidismo que gobierna España cuando se trata de defender las
consignas del globalismo.
Calma: los mares no nos engullirán
En realidad, el «estudio» de Greenpeace [4],
de carácter más propagandístico que científico (como casi todo lo que
publica la organización), no pronosticaba que el nivel del mar en Cádiz
subiría 1 metro en seis años, sino 12 milímetros, pero estimaba que, con
esos 12 milímetros de subida del mar, la anchura de las playas podría
reducirse en 1 metro.
Es decir, que los intrépidos periodistas
confundieron anchura (de la playa) con altura (del mar), algo que no
hace ni un alumno de Primaria ni un seguidor de Barrio Sésamo, poniendo
de manifiesto, una vez más, la descomunal ignorancia y falta de
integridad del gremio.
Así, de cumplirse el pronóstico del referido
«estudio», la magnífica playa gaditana de Camposoto a la que los
reporteros fueron a amargar a los bañistas con la noticia, no
desaparecería, como ellos afirmaban, sino que su anchura en bajamar
pasaría de forma imperceptible de 300m a 299m. Sin embargo, la realidad
probablemente no sea siquiera esa.
En efecto, la trigonometría más
básica nos indica que la relación entre el aumento del nivel del mar y
la reducción de la anchura de las playas depende fundamentalmente de la
pendiente de la costa (la tangente): por ejemplo, playas con muy poca
pendiente ven su anchura muy afectada por los cambios de marea mientras
que playas con mucha pendiente apenas notan cambios. A
lgo tan sencillo
recibe desde 1962 el nombre de regla de Bruun, que estima que la
reducción de la anchura de la playa (el retroceso de la línea de costa)
será de entre 10 y 50 veces el aumento del nivel del mar, según algunos
estudios [5], o entre 50 y 100 veces, según otros [6].
Sin embargo, esta regla está basada en un ceteris paribus
demasiado simplista y debe tomarse con cautela, pues existen variables
que afectan a la relación entre el aumento del nivel del mar y el
retranqueo del perfil de la playa, como el movimiento vertical del
terreno, la sedimentación y la erosión, o el traslado de la arena de un
lugar a otro por causa de temporales, corrientes o cambios artificiales
producidos por la construcción de espigones o puertos.
Los
periodistas también parecen ignorar que, desde el origen de los tiempos,
dos veces al día, 365 días al año, el mar sube y baja en Cádiz con
carreras de marea (diferencia entre pleamar y bajamar) de hasta 3,5m en
mareas vivas [7],
lo que hace que la mencionada playa de Camposoto, por ejemplo, tenga
una anchura que varía entre los 300m en marea baja y los 150m en marea
alta [8]. Que dentro de unos años esas mediciones quizá sean 299,5m y 149,5m, respectivamente, no es noticia.
La arrogante pretensión de precisión
Pretender
que podemos medir al milímetro o incluso a la décima de milímetro algo
tan difícil de medir como es el nivel de los océanos no deja de ser un
ejemplo más del cientificismo hoy imperante, que asigna a la Ciencia
(con mayúscula, pues se trata de una divinidad) los atributos divinos de
la omnipotencia y la omnisciencia.
Así, el crédulo ciudadano actual,
consumidor compulsivo de noticias, tiende a creer a pie juntillas las
afirmaciones catalogadas como «científicas» aunque se trate de
aserciones absurdas que nuestros mayores, que confiaban más en su
sentido común, se habrían tomado con escepticismo e incluso con humor.
Muchos
datos de la cuestión climática pretenden rodearse de un aura de
exactitud y seguridad inexistentes, como es el caso de la medición de
temperaturas de volúmenes gigantescos como la atmósfera o el océano: los
datos mínimamente fiables son muy recientes y los históricos no dejan
de ser estimaciones. Con la variación en el nivel de los mares ocurre lo
mismo.
Piensen lo difícil que es medir el nivel de una superficie tan
enorme como el océano, superficie que no está nivelada (por ejemplo, en
EEUU el mar tiene mayor elevación absoluta en la costa del Pacífico que
en la del Atlántico) y que está afectada por ondulaciones que se
producen cada pocos segundos (las olas), por la rotación de la Tierra
(Coriolis), por corrientes y vientos y, sobre todo, por variaciones
diarias y estacionales de origen gravitatorio, las mareas, que llegan a
alcanzar en algunas zonas más de 14 metros de diferencia entre pleamar y
bajamar.
Intentando medir el nivel de los mares
Existen
dos fuentes de medición del nivel del mar: los satélites (sólo desde
1992, apenas tres décadas) y los mareógrafos. Los primeros miden la
variación absoluta del nivel de los mares, pero sus lecturas están
sujetas a ajustes orbitales que no dejan de ser intervenciones más o
menos arbitrarias. De sus resultados se desprende que los mares están
subiendo a un ritmo de 3,4mm al año desde 1992 (¡vaya precisión!).
Sin
embargo, los mareógrafos, de los que existen muy pocos con lecturas
fiables a largo plazo, sólo aprecian una subida de 1-2mm al año en el
mismo período [9],
ritmo al que los mares tardarían entre 250 y 500 años en subir 50 cm
(medio metro).
Dado que sabemos que el nivel de los mares ha aumentado
unos 120m desde la última glaciación hace unos 12.000 años, esta ligera
subida no parece una emergencia, sino que puede entrar dentro de la
variabilidad natural propia del período interglaciar en el que
afortunadamente vivimos.
La diferencia de medición entre satélites
y mareógrafos resulta controvertida. Cierto es que los mareógrafos
miden la variación del nivel del mar relativa a la costa, cuyo terreno
sube y baja a lo largo del tiempo debido al movimiento de placas
tectónicas, a cambios en la capa freática o a otras causas.
Ése es el
motivo de que algunas ciudades que eran famosos puertos de mar en la
Antigüedad se encuentren hoy tierra adentro (como Éfeso) mientras otras
se encuentran sumergidas cerca de la costa (como Heracleion).
El
aumento del nivel de los océanos, como el del agua contenida en un
recipiente blando o de geometría variable, puede tener su origen en
cambios en el continente (la corteza terrestre) o en el contenido (el
agua), sea por el derretimiento del hielo del planeta o por la expansión
térmica del agua al calentarse.
Sin embargo, ligar a la actividad
humana el ligerísimo aumento de los mares, que aparentan seguir su
trayectoria natural desde la última glaciación, resulta temerario, no en
balde el propio IPCC estima, con los escasos registros antiguos, que la
tasa de subida comenzó a registrar un incremento «significativo» entre
finales del s. XVIII y mediados del s. XIX [10], mucho antes de que el planeta se industrializara y mucho antes de que comenzara a aumentar el CO2.
La medición de temperatura de la atmósfera y los océanos
En
la medición de temperaturas de la atmósfera o, más bien, de la
troposfera, ocurre algo parecido. Sólo tenemos mediciones mínimamente
científicas desde finales del s. XIX, pero éstas provienen de una escasa
red de termómetros concentrada en países industrializados del
hemisferio norte y en tierra firme, lo que supone un pequeño problema
cuando los océanos ocupan el 70% de la superficie terrestre.
Además, los
termómetros tienen que estar bien calibrados, pues miden la temperatura
indirectamente a través del aumento del volumen del mercurio o de las
variaciones en la tensión eléctrica (los digitales) y tienen que estar
protegidos del sol o de fuentes de calor externas y atendidos por
personal que realice las mediciones sistemáticamente todos los días a
las mismas horas, para que sean homogéneas y comparables.
Para más inri, el llamado efecto de isla de calor urbano (que analizamos en el artículo precedente [11])
distorsiona las comparaciones históricas, pues termómetros que en
tiempos pasados se encontraban en mitad de un prado hoy están situados
en plena ciudad. Por lo tanto, hasta que empezamos a disponer de
satélites en 1979 ―hace sólo un instante, en términos geológicos―, las
mediciones de temperatura eran bastante deficientes.
¿Y en el
pasado remoto? Para medir la evolución paleoclimática de las
temperaturas también se utilizan mediciones indirectas inferidas de la
anchura de los anillos de los árboles y, sobre todo, de las variaciones
isotópicas de catas de hielo concentradas en muy pocos puntos del
planeta, sobre todo en la Antártida, donde existen las capas de hielo
más profundas (p.ej., Vostok).
Que estas medidas no sean demasiado
precisas no significa que no sean enormemente útiles para hacernos una
idea aproximada de grandes variaciones de temperatura ocurridas en el
pasado. Asimismo, contamos con la geología, con los fósiles o con
evidencias anecdóticas, como pueden ser testimonios o cuadros de ríos
helados o cosechas de determinados frutos.
Gracias a todo ello hemos
conocido la existencia de las glaciaciones, del Período Cálido Romano,
del Período Cálido Medieval (en ambos casos con temperaturas similares a
las de hoy) o de la Pequeña Edad de Hielo (1300-1850, aproximadamente),
período que la ideología climática procura ocultar a toda costa, pues
desbarata su relato.
Con la medición de la temperatura de los
océanos ocurre algo parecido. Hasta hace 20 años los datos eran
esporádicos y se basaban en termómetros de dudosa fiabilidad instalados
en la obra viva de buques que navegaban por los mares. Hace 20 años esto
cambió con el programa Argo, que desplegó una flota de boyas que flotan
libremente en todos los océanos y miden la temperatura y la salinidad
hasta los 2000 m de profundidad.
Aunque sólo cubren el 30% del volumen
de agua de los océanos, nunca habíamos dispuesto de una información tan
fiable, pero el calentamiento de los mares es tan inapreciable que su
medición entra dentro del grado de error instrumental: desde el 2004,
los océanos se habrían calentado 0,04ºC (cuatro centésimas de grado)[12].
Conclusión
La
medición fiable de magnitudes clave para construir series históricas e
intentar comprender un campo del saber que se encuentra en la infancia,
como es el clima, entraña una gran dificultad.
Sin embargo, la
propaganda del cambio climático finge tener una seguridad en sus
afirmaciones que no tiene en absoluto, y exalta el término «científico»
aplicándolo abusivamente a aserciones muy dudosas para intimidar al
incauto.
La ciencia actual, lejos de ser
omnisciente, tiene enormes limitaciones, pero al hombre moderno esta
realidad le molesta, pues anda fascinado consigo mismo. El problema es
que, para avanzar en el conocimiento, primero hay que reconocer que hay
cosas que no sabemos, e incluso cosas que ni siquiera sabemos que
ignoramos, y esto el hombre convertido en dios no puede admitirlo bajo
ningún concepto.
¿Sólo sé que no sé nada? Sócrates sería hoy linchado
por blasfemo.
(*) Economista