domingo, 6 de enero de 2008

El Rey y el Príncipe / Pablo Sebastián


El Rey don Juan Carlos I cumple 70 años y casi la mitad de ellos al frente del Reino de España y con un excelente balance de su reinado. Aunque en este preciso aniversario el horizonte político y económico que se presenta ante los españoles no sea nada halagüeño y está preñado de nuevos y viejos desafíos que tienen que ver con asuntos de calado, como son la identidad y la unidad nacional, así como serias divergencias entre españoles a las que se les va a sumar un mal ciclo de la economía que amplificará la situación.

Es verdad que, desde que accedió al trono, don Juan Carlos ha encontrado momentos mucho más difíciles como el inicio de la transición o el golpe de Estado del 23-F. Pero sorprende que, con treinta años de Constitución y de convivencia en paz y prosperidad económica y social, ahora, a estas alturas, reaparezcan en el escenario español cuestiones que parecían erradicadas y a las que se les ha abierto la puerta la pasada legislatura durante el mandato del presidente Zapatero.

Como, también, en esa legislatura, hemos asistido por primera vez a un ataque político contra la Corona, provocado desde los sectores más radicales del nacionalismo, como los que lidera en Cataluña ERC, el partido que comparte el gobierno de la Generalitat con el Partido Socialista. Un acuerdo “contra natura” democrática y constitucional que ha incluido la tensa reforma territorial del Estado en curso, y también la fallida negociación con ETA, y el posterior regreso del terror.

El Rey ha sabido reaccionar, y ante la pasividad de los partidos políticos y de las instituciones, ha sido el monarca quien ha puesto en valor su figura y la propia institución monárquica con discursos donde ha reivindicado el rol de la Corona en la transición. Y con iniciativas decididas y premeditadas, tales como el viaje a Ceuta y Melilla (para subrayar la unidad de España), la visita a las tropas españolas destacadas en Afganistán (como Capitán General, para que no se olvide que sigue al frente del Ejército, en contra de lo que pretendió, en el Senado, ERC), y su imperativa y sonora petición de silencio al presidente Chávez, entre otras cosas y gestos que han merecido el aplauso y el apoyo popular.

Y una posterior y un tanto tardía reacción del Presidente Zapatero, de su Gobierno y de su entorno mediático (RTVE y Prisa/El País), temerosos todos ellos de que los ataques al Rey y el prestigio del monarca puedan influir en la posible derrota de los socialistas en las próximas elecciones de marzo. Porque el Gobierno, el PSOE y esos medios de comunicación saben que los pactos de Zapatero y del PSC-PSOE con la Esquerra Republicana están en el origen de esta crisis sobre la Corona, a la que se han sumado de manera grotesca un ruidoso sector de la extrema derecha del PP, que lidera la Conferencia Episcopal a través de la COPE, desde donde se ha solicitado la abdicación del Rey, también agredido, en dichas circunstancias, por un eurodiputado del PP.

El Rey ha pasado, otra vez con éxito, un nuevo desafío y contratiempo, pero hay algo que no podrá evitar: que entre los nacionalistas se dio un paso, premeditado, de agredir a la Corona como medio para presionar al Estado en sus reivindicaciones de soberanía o independencia. Los ataques no iban dirigidos al presidente del Gobierno, sino al Rey, sabedores del efecto mediático y político de semejante actuación. Algo que ya sabía y había intentado ETA, con la preparación de un magnicidio en Palma de Mallorca que, afortunadamente, fracasó.

Y quizás este ataque a la Corona, como consecuencia del desvarío federal o confederal de Zapatero, sin la previa reforma de la Constitución, y el deseo del presidente de revisar la memoria histórica de la Guerra Civil y todos los pactos y consensos de la transición, nos lleva a la conclusión de que dicha y famosa transición —cuyos males o errores nadie ha querido subrayar en aras de un cierto triunfalismo oportunista— está bastante agotada, como Régimen y sistema de poder, y empieza a enseñar sus flaquezas. Y bien merecería un punto y final para pasar de la transición de la partitocracia (el gobierno de los partidos) en vigor, a la democracia (el gobierno del pueblo) verdadera.

Naturalmente, para ello, haría falta una reforma en profundidad de la Constitución, y por lo tanto un gran pacto entre el PSOE y el PP, si es que sus dirigentes saben lo que es y quieren una democracia, renunciando al poder y privilegios de los jefes de los partidos para que el pueblo recupere su soberanía —estos pasados 30 años cedida al aparato de los partidos— y, de una vez, se imponga un sistema electoral directo, sin ventaja alguna para los nacionalistas, y verdaderamente representativo.

Para que también quede escrita en la Constitución, como tal, la verdadera separación —que hoy no existe— de los poderes del Estado: la independencia de la Justicia, sin que los partidos y otros poderes intervengan en su control y dirección; la autonomía del Parlamento frente al Gobierno, para controlar y no para servir al Ejecutivo; y la autonomía de Ejecutivo y supremacía sobre los partidos, lo que solo será posible si no se construye una monarquía nueva y presidencialista (una buena idea que en su día avanzó Maurice Duverger y de la que tuvo noticia don Juan de Bordón, padre del Rey), que permita la elección del jefe del Gobierno por sufragio universal, en una votación que integra a todos los españoles y ajena a los comicios legislativos.

Esta es la tarea pendiente en España. El Rey impulsó la transición y ahora le toca al Rey impulsar el trasvase hacia la democracia en condiciones más fáciles que la que habitaron el final del franquismo, para que el Príncipe don Felipe pueda acceder, en su día, a un Reino nuevo, más modernos, más democrático y más representativo. Lejos de las corrupciones, intrigas y los desvaríos autoritarios o centrifugadores del Estado, a los que nos llevaron (González, Aznar y Zapatero), en los pasados 30 años de Constitución, en el vigente sistema político con su tentadora acumulación de poderes —ese es el verdadero fantasma o mal de la Moncloa— y déficit de representatividad directa y verdaderamente justa y proporcional de todos los ciudadanos españoles. Treinta años, justo es decirlo, de grandes progresos económicos, sociales, de modernidad e integración internacional, y sobre todo de paz y de convivencia en libertad. Pero incompletos en lo que a la democracia de verdad se refiere.

Aunque en los últimos seis años, a raíz de la crisis abierta por el último gobierno de Aznar (Irak y 11M) y de sus maneras autoritarias y patrioteras, y por el disparate confederal de Zapatero, la situación y convivencia de los españoles se empezó a deteriorar, en casi todo. Hasta en la economía, frente a una crisis anunciada que el gobierno no ha previsto, y con ataques a la Corona, al poder judicial y a la unidad e identidad nacional.

Y, en estas circunstancias, nos acercamos a unas elecciones en las que se habla mucho de empate entre el PSOE y el PP. El que, de producirse, debería favorecer un gobierno de concentración entre las dos grandes formaciones políticas para hacer tres cosas esencialmente: recomponer la convivencia rota en los pasados años de Aznar y Zapatero; abordar la crisis económica y social que se avecina; y afrontar la reforma democrática, el paso de la partitocracia a la democracia.

El Rey don Juan Carlos I tiene tras de sí una ingente labor que la Historia le reconocerá. Pero falta todavía un impulso más, el salto hacia la democracia, porque el agotamiento y las carencias del régimen de la transición a la vista están y son la causa de muchas de las crisis vividas estos años e incluso de la incipiente debilidad del Estado, frente a la fragmentación autonómica que los partidos nacionalistas quieren llevar hasta el final.

Y si no se ataca el mal de raíz, con clarividencia y decisión, entonces el cuerpo enfermo de la transición, con la Corona incluida, empeorará camino de su perdición. No se trata de regresar a los años pasados de estabilidad, sino de avanzar hacia la consolidación democrática, de manera inequívoca y poniendo en valor la fuerza y la autoridad del Estado sobre todo lo demás. El Rey tiene aún nuevos retos por delante, y el Príncipe don Felipe lo debería de ayudar.

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