domingo, 27 de marzo de 2022

La invasión / Ángel Pérez Guerras *


Desde que estallara la gran epidemia del mundo contemporáneo, en todos —lo confesemos o no— se instaló el pánico intermitente de que al cabo el fin del mundo no fuera más que la extinción del género humano. 

Y ahora, cuando empezábamos a levantar cabeza, la Historia nos devuelve a quince lustros atrás, dándole la vuelta a todos nuestros conceptos sobre el mundo en el que vivimos. O en el que vivíamos hasta ese jueves 24 de febrero de 2022 que debemos clavar con la chincheta de la hora cero en el tablón de anuncios de nuestras vidas.

Íbamos a subir a una calesita —progresismo mágico de panaceas buenistas, políticas verdes, energías alternativas, paraíso LGTBi, y mucho derecho de la mujer a matar a los hijos de sus entrañas— cuando de pronto nos vemos en la montaña rusa del vértigo que nos produce la realidad. Las cosas no eran como nos estaban contando desde hacía décadas las izquierdas occidentales, sino más bien todo lo contrario. 

El desolado discurso del canciller alemán ante el Bundestag (presidente de un Gobierno socialdemócrata, verde y liberal, por si alguien estaba ya colocándole bigotito) es algo así como la nueva declaración de principios, forzada por los acontecimientos, de un mundo que en puridad no empieza ahora, porque nada de lo que estamos viendo es nuevo en realidad sino tan viejo como la Humanidad: el afán de dominio, el poder arrasándolo todo, la confusión entre el espíritu de paz y el pacifismo, quizás el más injusto de los movimientos.

Tras la Arcadia progre, que en verdad era marxista, volvemos a la evidencia de la naturaleza y a la necesidad de armarse no sólo de paciencia sino de cañones. No es bonito, desde luego. Pero las circunstancias obligan, y frente a la agresividad no caben palabras dulces cuando tienes la cabeza de tu enemigo a un punto de asestarte el golpe, que siempre es o puede ser mortal.

 Esta legitimación del blindaje ante el peligro suena a rompedor y desde luego a fascista en los acobardados y distorsionados oídos del Occidente actual, especialmente en los españoles, tan retardados para todo y por lo tanto también para recuperar el sentido común que tanto contrasta con los eslóganes.

Se me han venido a la mente unas imágenes que circularon por Internet hace algunos años y en las que aparecía Putin arengando a su ejército, hieráticamente formado en una inmensa explanada. Les hablaba, con enojo incitador, de la decadencia de la Europa libre, de cómo había caído en el matrimonio homosexual, en el olvido deliberado de la familia, de los hijos, de los valores que la habían hecho fuerte antaño. Resultaba muy desconcertante porque parecía que estaba poniendo en guardia a Rusia ante el riesgo de contagio. 

Pero no. Ahora lo he comprendido. Putin estaba preparando a sus tropas para el asalto de esa vieja Europa de raíces grecolatinas y judeocristianas que se descomponía ante los ojos nada atónitos del tirano, como digo en absoluto sorprendido... porque era lo que él, o sea sus servicios secretos, había estado sembrando durante toda su vida, desde los tiempos de jefe del KGB. 

Y desfilan ante mi memoria Mayo del 68, la “liberación sexual”, la droga, las huelgas salvajes, la toma de universidades y fábricas mediante los sindicatos “de clase”, la financiación, adiestramiento y venta de armas de los grupos terroristas, la mitificación de Castro o del Che Guevara, el acoso a Nixon, "OTAN no, bases fuera”, “¿Nuclear? No, gracias”, y más recientemente lo que comentaba antes: Verdes por fuera y rojos por dentro, antifranquismo furibundo y perseguidor, protección del aborto a capa y espada, invierno demográfico, lucha de sexos, pérdida de identidades, condena del “heteropatriarcado” y encumbramiento de su contrario, antimilitarismo obligatorio... 

Y, por supuesto, el telón de fondo de todo: manipulación del “opio del pueblo” para que fuese el peor enemigo de sí mismo, configurando la única religión verdadera, la socialista.

Resultado de todo esto y mucho más, pacientemente engendrado, es el debilitamiento de un Occidente que reniega de sí mismo —¨¡Europa, vuelve a encontrarte a tí misma!”, gritaba en Compostela Juan Pablo II, el Papa polaco hijo de un militar que había dedicado su vida a luchar por la libertad de su pueblo frente a los rusos—. 

Casualmente, un virus chino ha barrido las defensas biológicas del mundo que ahora recibe el zarpazo de los tanques soviéticos. Sí, he escrito bien, porque todo esto no es más que el intento de restauración de una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (“quiero desnazificar Ucrania”, fue la primera afirmación del autócrata), con los fines expansionistas que siempre tuvo, heredados, es verdad, del imperialismo de los zares. 

Días antes de la guerra, los mandatarios ruso y chino brindaron juntos. Tal vez celebraban la alianza que podría hacerlos amos del mundo, si es que éste sobrevive al más siniestro pacto de todos los tiempos. China tiene a Europa cogida por la deuda pública, y a Estados Unidos por la fabricación con mano de obra esclava de sus productos tecnológicos. En ambos casos hablamos de los ejércitos más poderosos de la Tierra, con un arsenal nuclear imbatible. Y, desde luego, con las ideas muy claras, al contrario que sus enemigos.

Las palabras del canciller alemán quedarán como el sello del futuro, si logramos salvarlo. Pero no son sino repetición ante el Parlamento de lo que el jefe del ejército señaló en una palinodia el primer día de la guerra: “Hemos desmantelado nuestra defensa, y ahora nos amenazan los que son más fuertes que nosotros”. Terrible. 

 

 (*) Escritor, periodista y cineasta

 

www.votoenblanco.com/LA-INVASION_a8534.html

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