miércoles, 8 de octubre de 2008

Un 9 de octubre proyectado sobre el 800 aniversario del rey Jaume, el Conqueridor


VALENCIA.- Es más que probable que el rey Conquistador no supiera leer ni escribir, pero era muy culto y tenía conocimientos sobrados sobre geopolítica. Educado con los templarios, su misión era cristianizar territorios, a juicio del comisario de la muestra "Jaume I. Retrato de un rey. 1208-2008", Eduardo Mira, que se viene celebrando en la capital del Turia con motivo del 800 aniversario de su nacimiento en Montepellier, y considerado el ideólogo del "Any Jaume I" sobre el que se proyecta este 9 de octubre.

Jaume I tenía muy claro que su misión era crear un reino cristiano, sin duda influido por la época de las cruzadas. No sólo levantó templos cristianos, sino que sacralizó las mezquitas. Si el monarca hubiera podido, habría evacuado a la población musulmana pero era el siglo XIII y se necesitaban manos para las tierras. Además, tampoco quería crearse más enemigos ni deseaba problemas con Castilla. La conquista acarreaba la repoblación con cristianos.

Además, Jaume I se creía que estaba tocado por la gracia de Dios y él era el encargado de cristianizar territorios. En Valencia, el monarca ordenó construir la catedral de Valencia y también la iglesia de los Santos Juanes. Las obras de ambos edificios concluyeron años más tarde.

Lo primero que hizo tras tomar Valencia fue celebrar una misa en honor a San Jorge en un pequeño altar que aún se conserva detrás de la catedral de Valencia, en la plaza del Almoina. Así, al menos, lo cuenta la tradición.

Algunos historiadores resaltan que no sabía leer ni escribir, y puede que así sea, pero no era un inculto. Tenía conocimientos sobrados sobre geopolítica. Era consciente de su situación respecto a la Corona de Aragón, de la Península ibérica y del resto de Estados de lo que hoy se conoce como Europa. Era muy realista, sabía lo que podía hacer y lo que no. Antes de comenzar la conquista era consciente de sus objetivos. Todo estaba en su cabeza.

Impidió que el Reino de Aragón tuviera una salida al mar al establecerse dos reinos. El de Valencia no se convirtió en una extensión del de Aragón, lo dotó de entidad propia. La Corona actuaba como una confederación.

Creó los fueros y el ordenamiento que forman el origen de la actual Comunitat Valenciana. Sentó las bases para el esplendor posterior del que disfrutó la ciudad de Valencia con sus edificios más emblemáticos, como la puerta de la Catedral o la Lonja. En el siglo XV, la ciudad se convirtió en una de las diez más importantes de Europa y no fue algo repentino, sino que bebió del legado de Jaume I.

A los monarcas medievales les gustaba constatar por escritos sus hechos. Jaume I no fue una excepción y menos cuando él se sentía tocado por el destino.

Los monarcas en la Edad Media también eran muy itinerantes y apenas se quedaban en palacio, sino que recorrían las ciudades. La corte, también, circulaba con el soberano. Normalmente, Jaume I cuando estaba en Valencia solía albergarse en el palacio musulmán que posteriormente fue el Palacio Real (al otro lado del río) o donde estaba el palacio del Gobernador de la Ciudad (al lado del actual palacio de la Generalitat), que ya no existe.

Propiamente no murió en Alzira, sino que enfermó. Jaume I murió en el camino de Alzira a Valencia, aunque su destino final era retirarse al claustro de Tarragona. Murió a los 68 años. Se dedicó a la guerra toda su vida, algo que le pasó factura. Se murió de cansancio. En Alzira, Jaume I renunció a sus Estados en beneficio de su hijos Pedro y Jaime. Lo enterraron provisionalmente en una iglesia de Valencia.

La Corona de Aragón

En este año 2008 tanto Montpellier como Perpignan, Aragón como Cataluña, Mallorca como Valencia, han comenzado a recordar el paso por el mundo de un monarca medieval. Porque en nuestro caso, en la Comunitat Valenciana, decir Jaume I, el Conquistador, equivale a evocar al hombre y al soberano que concibió nuestra identidad y firmó nuestra partida de nacimiento a través de un conjunto de leyes fundacionales.

Jaume fue rey de Aragón 63 años. Durante su extenso reinado, uno de los más largos de la Historia de España, por el trono de Castilla y de Navarra pasaron cinco monarcas diversos, por el de Francia otros cuatro y por la Santa Sede nada menos que once pontífices. Jaume pudo gozar del privilegio de unos años que aprovechó sabiamente.

La longevidad del rey, tan rara en el siglo XIII, hizo posible un largo reinado que, si bien no estuvo a salvo de batallas, tensiones y revueltas, acabó siendo sumamente fructífero para la consolidación y el asentamiento de unos reinos que en los siglos siguientes fueron dominantes en el ámbito crucial del Mediterráneo.

La muerte del rey, ocurrió, como su vida entera, en el camino: expiró en algún lugar desconocido entre Alzira y Valencia, en julio de 1276. Pero los valencianos, desde antiguo, hemos preferido evocar el 9 de octubre, la fecha oficial de la toma de Valencia a los musulmanes, como nuestra fiesta cívica mayor.

Porque es el acta fundacional de un pueblo que, bajo la soberanía del monarca, encontró cohesión y destino nuevos, leyes justas y una ordenación jurídica que fue capaz de darle personalidad y estilo propios sin dejar de estar unido a la federación de reinos que nutrían la Corona de Aragón.

"Mata de jonc" llamaron los poetas de la Renaixença a ese haz de reinos, distintos pero con una misma vocación, que configuraban las tierras del Rosellón y la Cerdaña, Aragón, Mallorca, el principado de Cataluña y el Reino de Valencia.

Vecinos y hermanos, llamados a comerciar y a entenderse, unidos por un mismo origen y una tradición compartida; pero al mismo tiempo, y esa es la virtud principal, celosos guardianes todos de una personalidad, de una cultura y un estilo vital, desarrollados separada y espontáneamente y expresados sin interferencias y con entera y respetuosa libertad.

Salvo los pueblos y regiones que quedaron en el sur de Francia, todos aquellos reinos medievales, tras una vida fecunda, se unieron a Castilla y configuraron con el paso de los siglos una España que don Jaime ya nombraba como concepto unificador.

A los valencianos, con todo, nos gusta decir que Jaime I, el creador del Reino de Valencia, quiso darnos leyes nuevas, expresamente, para huir del feudalismo aragonés y catalán que tanto agobió el desarrollo de sus planes y la expresión de una soberanía nueva.

Muchos historiadores han querido ver, en ese dibujo inicial del reino nuevo y distinto, un aliento modernizador, incluso se ha llegado a escribir que anticipadamente democratizador.


Con los templarios

La personalidad de don Jaime I estuvo condicionada por los avatares de su vida. Nació en Montpellier el 1 de febrero de 1208, consecuentemente la misma fecha de 2008 se conmemora el VIII centenario de su nacimiento. Sus padres fueron el rey Pedro II de Aragón y doña María de Montpellier. Sus relaciones sentimentales no fueron muy cordiales; pues parece ser que don Pedro no sentía afecto por su esposa, ni compartía vida conyugal y eran frecuentes las infidelidades del soberano según constatan las crónicas de Bernat Desclot y de Ramón Montaner.

Su madre morirá en Roma en 1213 y su padre falleció también ese mismo año en la batalla de Muret. No se dispone de muchos datos de la infancia del Monarca. El niño Jaime será puesto bajo la protección del Pontífice Inocencio III y tutela de Simón de Monfort y más tarde será entregado, a instancias del Papa, a la Orden de los Templarios para su educación, permaneciendo hasta los seis o siete años en el castillo de Monzón, según recoge Gómez Bayarri.

La precocidad, los amoríos y la ejecución de grandes proyectos conquistadores y legislativos son rasgos de la personalidad del rey Conquistador. Muy joven ya saboreó las mieles de la victoria y las amarguras de las derrotas. A los trece años contrajo su primer matrimonio con Leonor de Castilla, hija de Alfonso VIII. Más tarde, casaría con doña Violante de Hungría, y posteriormente, con doña Teresa Gil de Vidaure.

Durante su minoría de edad se produjeron una serie de luchas señoriales que pretendían anular o condicionar la autoridad regia para imponer su voluntad y mantener o incrementar sus privilegios y riquezas. Para acabar con estos problemas convocó en 1225 una reunión en Tortosa, con presencia de los estamentos eclesiástico, nobiliario y popular, y promulgó un acuerdo de paz. Inmediatamente después comenzaron las empresas conquistadoras de los reinos de Mallorca (1229) y de Valencia (1238) e impulsó una brillante actividad legisladora.

La muerte le sobrevino en 1276. En la recta final de su vida, estando en Alzira, don Jaime otorgó su primer codicilo complementario del testamento que había redactado en el monasterio de Poblet en 1272, y nombró albaceas a sus hijos don Pedro y don Jaime, con la recomendación que cumplieran las disposiciones testamentarias. Un mes después, el 23 de julio de 1276, otorgaba su segundo codicilo que recoge disposiciones que denotan escrúpulos de conciencia.

Poco después, el Rey salió de Alzira hacia Valencia y fallecía el 27 de julio del mismo mes y año. Su deseo de llegar a Poblet no pudo cumplirse. Fue sepultado en la catedral de Valencia donde reposaron sus despojos hasta mediados de mayor de 1278, año en que su hijo, Pedro el Grande, los trasladó al monasterio de Poblet.

La Crónica de Ramón Montaner relata que los duelos, llantos y lamentos empezaron por toda la ciudad, y no quedó rico-hombre, mesnadero, caballero, mujer o doncella que no fuera detrás del estandarte, declarándose tres días de luto en la ciudad de Valencia. Al Monarca se le glorió en vida y, mucho más, después de muerto.

Las crónicas medievales vierten calificativos elogiosos de su persona denominándolo rey conquistador, legislador, sabio, leal, valiente, humano, etc. Sin embargo, un ensayo de un profesor de la Universidad de Barcelona desmitifica la figura y reinado de Jaime I y lo presenta como un rey cobarde, cruel y represor de colectividades de Valencia y Murcia.

En los diplomas, el rey don Jaime I comenzó a titularse "Rey de Valencia", incluso antes de conquistar el "Cap i casal del regne". Un arbitraje del 30 de septiembre de 1236, redactado en aragonés, en la villa de Tarazona, así nos lo confirma: "Nos Jayme, por la gracia de Deus rey Daragon et de Mayorchas et de Valencia, comte de Barcelona et de Urgel et sennor de Montpeller".

Ganada y ocupada la ciudad de Valencia, la intitulación fue: "Jacobus" o "Nos Jacobus Dei gratia rex Aragonum, Maioricarum et Valencie, et comes Barchinone et Urgelli et dominus Montispesullani" en latín, o bien, "Rey Darago, de Mallorques, de Valencia, Compte de Barcelona, et de Urgell, et Senyor de Montpesler", en "romanç", como constata el Libre dels Furs. Intitulación que registran la mayoría de los documentos y sellos reales del Conquistador y reflejan la voluntad institucional del Monarca de crear un nuevo Reino independiente en el seno de la Corona de Aragón.

Tocado por la mano de Dios

El soberano Jaime, Jacobus rex, primero de éste nombre en la casa de Aragón, fue además conocido por el sobrenombre del Conquistador tras sus victorias bélicas sobre las islas Baleares o les Mallorques (1229) y Valencia o Balansiya (1238). Un aniversario singular este de 2008 al cumplirse ochocientos años del nacimiento del Rey En Jacme (Montpeller, 1208) por la gracia de Dios, Rey de Aragón, de las Mallorcas y de Valencia, conde de Barcelona y de Urgell, y señor de Montpellier.

Se trata de uno de los personajes más significativos del legado histórico de los valencianos y por lo tanto está sujeto con mayor facilidad a la reinvención de su papel, lo que en todo caso en lugar de empequeñecer su figura, la ha agigantado a los ojos de los contemporáneos con no pocas atribuciones providenciales y que pasa en la actualidad por ser el primer referente internacional de la historia del Antiguo Reino de Valencia.

La fuente primordial de la vida de Jaime I, o sea, el testimonio más cercano y directo de los acontecimientos, es un manuscrito conocido como Libre dels Feyts del Rei En Jacme, una versión de lo sucedido que tiene como autor al mismo soberano.

En la Crónica encontramos la imagen que el Rey quiere transmitir de sí y de su reinado. A partir de este manuscrito encontraremos los tres pilares de su política:

-religiosidad que le hizo ser abanderado de la cruz en tiempo de guerra como cruzado y el primer devoto de la Virgen Santa María;

-belicosidad, como primer caballero de Aragón y jefe de sus huestes en el campo de batalla, adalid de la cristiandad en el Mediterráneo y sudeste peninsular.

-estrategia en sus negociaciones con los señores y jefes aliados, rivales o vencidos; modelo de actuación que le va a permitir crear un reino de nuevo cuño con una ley propia.

Los signos prodigiosos de su vida han sido recopilados por cronistas y autores áulicos. Ya había nacido en casa de Tornamira a finales de la víspera de la Virgen de la Candelaria o Nostra Dona del Candeler cuando se sucedieron una serie de fenómenos sobrenaturales calificados por él mismo como pronostiques esdevengudes que anunciaban el gran futuro del Conquistador.

-El día y la hora del nacimiento, que sucede la víspera del día de la Virgen de la Candelaria o Nostra Dona del Candeler, fecha señalada para venir al mundo por la ideoneidad de presentarse ante el Rey de la Historia.

-La simultaneidad del comienzo de cantos de los monjes que anuncian la alabanza a Dios por algo grande con las entradas secretas del Niño en brazos de su madre en los templos de Santa María de las Tablas (Te Deum laudamus) y en la iglesia de San Fermín (Benedictus Dominus Deus Israel); circunstancia que a los ojos de los hombres medievales era un hecho providencial que indicaba la grandeza de la criatura.

-Atentados diversos contra su vida en los primeros días de vida, como tirar un cantal que cayó bien cerca de la cuna real, de los que puede salvarse por una supuesta intervención divina.

-La concepción milagrosa del Rey Jacme el Conqueridor, fruto de un ardite que pretendía que el Rey Pedro yaciera con su legítima esposa pensando que lo hacía con la amante, artimaña que contaba con las rogativas del pueblo de Dios, y del que aunque el Libre dels Feyts no habla por discreción sí tenemos el testimonio por otras crónicas.

Con todo, quizá el episodio más claro que anuncia el futuro de la grandiosidad del reinado y a la vez el triunfo de la cruz sobre la media luna fue el de la elección del nombre del recién nacido.

El nombre de las cosas tiene que ver con su significado. Por eso, la designación del nombre de pila de una figura tan insigne no podía ser capricho humano de nadie sino que debía ser fruto de la intervención directa de Dios. Si creemos al propio Rey Conquistador, en la Crònica conocida como Libre dels Feyts nos relata un episodio maravilloso sobre la elección de su nombre de pila.

María de Montpellier, piadosa madre del futuro rey, mandó hacer doce candelas de cera de abeja del mismo peso y medida, totes d'un pes e d'una granea, y encenderlas a la vez.

A cada una se le puso el nombre de un apóstol de Jesús e hizo promesa al Señor que el recién nacido portaría el nombre que llevara aquella candela que tardara más en apagarse. Toda una premonición, porque fue la vela de Senc Jacme o Santiago la última que se extinguió hasta el punto de superar en tres dedos a las demás.

Este hecho le consagra como valedor de los reinos cristianos frente al Islam en la reconquista, ya que el Apóstol Santiago, que ya había triunfado en la iconografía como peregrino, vive su etapa más álgida convertido en Matamoros que auxiliar a los reyes de la Península en sus campañas militares por liberar a España de los sarracenos.

Valencia, el sueño alcanzado

Al tercer día del sitio trabajosamente establecido por el rey, la ciudad de Valencia se le rindió. "A los tres días, la bandera de las barras tremoló en lo más alto de la torre de Ali-Bufat; el piadoso monarca, al verla, se apeó del caballo, y con los ojos henchidos de dulces lágrimas, besó el suelo redimido por su valor y su constancia".

El escritor Teodoro Llorente transmite toda la emoción de la Crónica del rey al evocar este pasaje sustancial de nuestra historia en su libro "Valencia".

Valencia, la ciudad largamente soñada, la que tanto había alabado, estaba en sus manos al fin. Era la prenda más anhelada, la que le había costando tantos enfrentamientos, pulsos y tensiones con una nobleza escasa de fe en los grandes proyectos y sobrada de codicia a la hora de rebañar en el plato del botín.

Se dice que dejaron la ciudad de Valencia hasta cincuenta mil musulmanes. El rey protegió a los que se marchaban por su voluntad y castigó con dureza cualquier acto de pillaje de sus gentes sobre los que se exiliaban. El rey se atenía a sus pactos, respetuosos con la propiedad y el derecho de los musulmanes.

Valencia, con todo, ya estaba en sus manos. Y se presentaba como el centro de un Reino que el rey soñaba con modelar con su voluntad y su buen juicio, haciéndole leyes nuevas que la habrían de configurar de modo especial, distinta a los otros reinos heredados de sus mayores.

Desde entonces, aunque nada se le hizo fácil, todo fue para Jaime el Conquistador más llevadero; el siguiente objetivo consistía en afianzar el Costum, dar leyes a la ciudad nueva y avanzar hacia el sur. Hasta llegar a esa frontera, la de la raya Biar-Calpe que se había trazado como límite de sus conquistas.

La gran Cruzada

Antes de encarar su última batalla, el Conquistador se embarcó en una cruzada en Tierra Santa. Tras ganar terreno en el flanco mediterráneo, la máxima gesta a la que podría aspirar un hombre formado como guerrero y cristiano era intentar liberar los Lugares Sagrados ante el empuje musulmán creciente.

Más de un centenar de naves partieron de Barcelona hacia Oriente. Pero la suerte, o la desgracia, hizo que una tempestad desbaratara los planes del rey. La mayoría de las naves regresaron a puerto y con ellas las esperanzas de liberar Oriente, aunque tal vez fuera un alivio para un rey anciano: ya tenía 61 años y sobre sus espaldas pesaban 56 de ellos de reinado.

Pese a su edad, el rey tuvo que acudir en auxilio de los suyos en los territorios al sur de Valencia. La revuelta musulmana encabezada por el caudillo Al-Azraq en las actuales tierras de La Marina amenazaba la seguridad y el propio rey tuvo que acudir a la zona para intentar sofocarlos.

No fue tarea fácil. Las revueltas arrancan en 1247 y no acabarán hasta once años más tarde. Pero la salud del rey ya es débil. En una estancia en Alzira comienza a sentirse enfermo y toma la decisión de abdicar en su hijo y retirarse al Monasterio de Poblet para vivir sus últimos días.

No es inusual en época medieval que los reyes decidan vestir los hábitos en sus últimos años, tal vez para expiar posibles penas.

Pero Jaume I no llegó a tiempo. Murió de camino a Valencia. Tenía 68 años y un importante legado dejado a los valencianos, por el que hoy todavía se le recuerda.

Creó el Reino de Valencia y lo dotó de leyes e instituciones propias, independientes de la Corona de Aragón, algo que no agradó a los nobles de la zona que aguardaban el día de incorporar bajo su dominio todas las conquistas de Jaume I. Además impuso un sistema propio de pesos y medidas, diferenciado de otros territorios de la Corona.

El 21 de mayo de 1239, en Xàtiva, el rey firmó un documento de capital importancia. Por él se confería a la ciudad de Valencia su primera ley propia. En virtud de él se crean las instituciones del Justiciazgo Civil y Criminal y la Cámara de los Jurados.

Un grupo de sabios, encabezados por el obispo de Huesca, Vidal de Canellas, recopiló los usos y normas de aplicación a Valencia y el resto de territorios incorporados a la Corona en el Costum, un código que se completó en la segunda mitad de febrero 1240.

El documento es la mejor muestra de que el Reino de Valencia es independiente de Aragón, Cataluña y Mallorca. Estas normas, posteriormente (1251), se revisaron en els Furs.

Las Cortes valencianas celebraron en 1261 su primera sesión, en la que el rey juró respetar y hacer respetar el ordenamiento jurídico valenciano. Los habitantes del Reino, además, disponían de moneda propia. Utilizaban los reales (al igual que en Mallorca), una moneda que creó Jaume I y que la diferencia de la habitual en Cataluña, el tern.

La última batalla

Jaime I el Conquistador vivió entre 1208 y 1276. Y muchos siglos después, esa edad, los sesenta y ocho años que vivió, siguen siendo sorprendentes cuando se compara con los promedios de longevidad humana del siglo XIII. Todos los testimonios indican que murió de cansancio, de agotamiento, "de puro viejo", tras una vida muy ajetreada en todos los sentidos. Murió en Valencia, el 27 de julio de 1276; y quizá lo sea más correcto sea decir que murió como vivió, en el camino. Todo indica que salió de Alzira enfermo, hacia Valencia, y falleció en algún lugar del trayecto.

Más allá de su gran afición a las mujeres, que le proporcionó cuatro esposas, al menos seis amantes y concubinas y no menos de once hijos, de este monarca llama especialmente la atención su infatigable capacidad de acción. Porque guerreó una y otra vez, de forma casi continuada, y se movió sin parar por todos sus reinos. En efecto, sus largos años de vida llaman mucho la atención si consideramos su tipo de vida, que fue un perpetuo desplazamiento de una a otra ciudad, de una a otra empresa, batalla, negociación, aventura o asedio.

Se han llegado a estudiar años completos de la vida del monarca, día por día, para reconstruir sus itinerarios; y se ha concluido que se movía más que muchos ejecutivos modernos. Si viajar, en aquellos tiempos, requería un esfuerzo durísimo, las condiciones de la vida común eran de alto riesgo incluso para un rey: la mala calidad de las aguas y las comidas, los dudosos albergues disponibles y los peligrosos parajes que se recorrían hablan de riesgos graves, sobre todo de enfermedades e infecciones, que la buena salud del rey llegó a conjurar.

Se sabe por su Crónica que recibió un flechazo en la frente durante el asedio a Valencia y que eso le tuvo muy maltrecho: la contusión de la herida afectó a todo el rostro durante días. Solamente una infección le podía haber llevado a la tumba en un par de jornadas. Pero sobrevivió: en ocasiones, sin embargo, habló de no poder abrir los párpados a causa de las afecciones oculares que padecía.

El 21 de julio, el rey, sintiéndose enfermo, reunió "numerosa asamblea de prelados, nobles y caballeros, ante los cuales dirigió sus últimas recomendaciones al infante don Pedro". El primero de los consejos que el infante recibió fue que amase y ayudase a su hermano el infante Jaime y que trabajara para que "ni traidores ni aduladores pudieran sembrar entre ellos la discordia". Consejos sobre la equidad, la justicia y el amor a los súbditos fueron jalonando las últimas horas del rey, que exigió a su hijo, tras entregarle la espada, que volviera a las montañas donde anidaban los musulmanes rebeldes para someterlos y pacificar el reino de forma definitiva.

La entrega de la espada a don Pedro, en palabras de los cronistas, toma todo el aire épico y legendario que el personaje ha suscitado siempre: "Tomad y llevad dignamente este hierro, con el cual, sostenido por el brazo de Dios, he salido vencedor de todos mis enemigos", dijo el rey en ese momento sublime.

Abdicó, se hizo monje blanco del Cister y se puso en camino en un día de gran calor. Desclot y Muntaner describen sus momentos finales, rodeado de hijas y nietos. Y hablan de unos instantes en los que el Conquistador conservó la memoria y la plenitud de los sentidos: "Les recomendó a todos a Dios, cruzó sus manos sobre el pecho, y dijo la oración que nuestro Señor verdadero Dios pronunció sobre la cruz, y apenas terminaba esa oración, su alma se desprendió de su cuerpo, y alcanzó el santo Paraíso".

Los cronistas se extendieron en frases dolientes a la hora de describir el gran luto de Valencia cuando fue conocida la muerte del rey. "Iban todos gimiendo y llorando: y bien podemos decir del gran rey, que fue glorioso antes de nacer, que en su vida lo fue también, y en su muerte aún más", anotaron los cronistas.

El cadáver del rey quedó depositado provisionalmente en la Catedral de Valencia, delante del altar mayor. Mientras la rebelión abierta en las montañas alicantinas no estuvo resuelta, el traslado de los restos hasta su destino final, el monasterio de Poblet, quedó demorado. Los solemnes funerales reales, el entierro en el monasterio, se produjo finalmente dos años después, en 1278. "Nunca se vio tan considerable muchedumbre asistir al entierro de un señor, cualquiera que fuese", escribió conmovido el cronista Muntaner, vecino de su alquería de Xirivella pero presente, en Poblet, en las solemnes exequias por el monarca.

Tras la muerte vendría la leyenda. Y el deseo de beatificar el rey don Jaime, más allá de sus dos excomuniones y de las fricciones con el Papado por su incesante actividad matrimonial y de pareja. Se ha dicho que esta es una época de reyes que alcanzan la santidad: Fernado III de Castilla es santo, Luis de Francia también está en los altares.

Nuestro don Jaime no alcanzó tan alta distinción de la Iglesia pese a los intentos que se produjeron en diversos momentos de la historia. Pero eso no merma su gran leyenda. Por el contrario nos lo acerca, lleno de valores y virtudes, y también lleno de humanos defectos.

El descanso del guerrero

Decenas de monjes, formados en dos filas, salen por la Puerta Dorada del Monasterio de Poblet. Es una procesión triste. Llega un rey muerto. Es Jaume I, el Conquistador, que en los últimos años de vida dejó la corona para vestir el hábito blanco de los monjes cistercienses. Su predilección por Poblet tal vez responda a que en sus muchas incursiones siempre ha ido acompañado por el abad cisterciense, su confesor.

Un caballo carga la armadura del rey y el chocar del metal hace ladrar a los perros, lo que añade mayor dolor y dramatismo al momento. Es práctica antigua en los monjes cuando se enfrentan a un enterramiento de reyes.

Los cistercienses de Poblet son los guardianes de los restos de Jaume I. Lo han sido durante siglos de todos los reyes catalano-aragoneses, desde que su abuelo, Alfonso I, ordenara la construcción del monasterio tarraconense. Los cuerpos de 14 reyes y reinas descansan en el panteón real, construido sobre dos arcos elevados en el acceso al altar mayor. Es, junto a todo el conjunto arquitectónico de Poblet, lugar habitual de peregrinación de muchas personas, que incluso portan ofrendas al rey Conquistador.

La rutina de los cistercienses, concentrados en la oración y el cuidado de sus cultivos, se trunca en el lugar donde reposan los restos del monarca en el primer tercio del siglo XIX. Su morada entre los sólidos muros de Poblet no ha sido siempre en paz. Durante la desamortización de inicios del siglo XIX (1835), el monasterio sufrió saqueos y las tumbas se profanaron.

Los huesos de los reyes se esparcieron por el suelo. Fue la labor de Mossén Serret, la que permitió que los restos reales superaran el trance. Uno a uno los recogió "y los emparedó en la capilla". Años después, en 1843, viajaron a la catedral de Tarragona, donde descansaron en un panteón real hecho ex profeso.

El siglo XX fue testigo del regreso de los restos de los reyes de la Corona catalano-aragonesa. Fue el 4 de junio de 1952, una vez que se restauraron los sepulcros, una obra de la que se encargó el escultor Federico Marés. Ese día, los monjes salieron en procesión para recibir la real comitiva, tal y como antiguamente hacían cuando se les entregaban los cuerpos de reyes muertos.

El rey Jaime tenía depositada en el Cister los fundamentos de su fe cristiana. Y decir el Cister es decir Poblet: la profundidad fresca de su iglesia, la gravedad del canto llano de los monjes, la solemnidad culta del scriptorium y la sabiduría ancestral de la bodega. Ora et labora: tinteros y botes de farmacia, letras miniadas, maitines, y la seriedad de un compromiso con Dios que San Bruno reguló a través de un pacto hecho sobre largos silencios.

Este rey quiso vivir en las celdas de Poblet sus últimos días y vistió el hábito blanco del Císter cuando sintió acercarse el final. Habían pasado 37 años de la toma de Valencia; y sesenta y tres desde que ciñó la corona de Aragón con poco más de cinco años. En Poblet, en un hermoso mausoleo de mármol labrado por Federico Marés, reposa el monarca desde el año 1952. Su gran osamenta, la prodigiosa calavera con la señal del flechazo, aguarda allí el final de los tiempos anunciado por el Creador.

Retrato de un rey

Bernat Desclot, originario del vizcondado de Castellnou, en el Rosellón, escribió la más antigua de las crónicas de la Corona de Aragón. Alto funcionario en la Corte, es probable que conociera personalmente a Jaime I. Murió en 1287, once años después del rey.

Aquest rei en Jacme fo lo plus bell hom del món; que ell era major que altre home un palm, e era molt bé format e complet de tots sons membres, que ell havia molt gran cara, e vermella, e flamenca, e el nas llong e ben dret, e gran boca e ben feita, e grans dents, belles e blanques, que semblaven perles, e els ulls vairs, e bells cabells rossos, semblant a fil d'aur, e grans espatlles, e llongs cor e delgat, e els brasses grossos e ben feits, e belles mans, e llongs dits, e les cuixes grosses, e les cames llongues e dretes e grosses per llur mesura, e els peus llongs e ben feits e gint causans. E fo molt ardit, e proas de ses armes, e forts, e valent, e llarg de donar, e agradable a tota gent e molt misericordiós; he hac tot son cor e tota sa volentat de guerrejar ab sarraïns."

(Busto en marmol de Jaime I, en Calpe, Alicante)

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