viernes, 31 de octubre de 2008

La burbuja y sus cómplices / José Manuel Naredo*

La larga duración de la fase alcista del presente ciclo inmobiliario indujo a la población a habituarse a ella como si de algo normal y permanente se tratara. Los diez años de auge crearon hábitos de vida y de negocio muy arraigados.

Se presuponía que la continuidad de las subidas de precios de los inmuebles haría siempre interesante su compra, aunque fuera a crédito, reforzando la presión compradora que hacía realidad las revalorizaciones previstas.

Sobre estas bases se desarrolló a sus anchas la espiral de revalorizaciones y compras, cada vez más apalancadas con créditos, que caracteriza a las llamadas burbujas bursátiles o inmobiliarias.

Pero la experiencia demuestra que ni los árboles pueden crecer hasta el cielo, ni el auge puede ser permanente, porque genera desequilibrios que en algún momento lo hacen declinar, normalmente, por un estrangulamiento financiero que acaba cortando la mencionada espiral y haciendo que los promotores y compradores más endeudados sufran las consecuencias.

Así, desde hace más de un lustro he venido advirtiendo que “cuanto más se prolongue la burbuja inmobiliario-constructiva actual, más inquietantes pueden ser sus resultados, habida cuenta del peso anormalmente alto que tienen los activos [y el endeudamiento] inmobiliarios en el patrimonio de los hogares”.

Pues, a mi juicio, lo más fácil era prever el desenlace crítico al que conducía el auge inmobiliario; lo verdaderamente difícil era imaginar que el auge podía llegar hasta donde ha llegado, al disponer la economía española desamparada en el euro de una financiación externa tan inusualmente copiosa y barata.

Pero esa misma financiación externa que prolongó tánto el auge fue la que, a la postre, lo acabó estrangulando. Pues España, al erigirse en líder del auge inmobiliario, acabó erigiéndose también en líder del riesgo inmobiliario y desanimando dicha financiación.

Hace ya más de un año, tras constatar en un estudio que la exposición de la economía española al riesgo inmobiliario superaba en todos los aspectos al de los otros países de nuestro entorno, incluido EEUU, concluíamos diciendo que “la suerte ya estaba echada”: no cabía evitar la crisis, solo gestionarla lo mejor posible.

Pero nada se hizo, y esta gestión resulta hoy más difícil cuando, como preveíamos, el superávit presupuestario se ha desinflado con una rapidez pasmosa sin que antes se hubiera orientado a promover un relevo de actividades que de momento no se vislumbra.

Si a esto añadimos que la política económica, al no poder devaluar la moneda, no cuenta ya con este medio tradicional de hacer que la economía española recupere posiciones competitivas que faciliten el relanzamiento de su actividad exportadora, concluíamos que todo “hacía presagiar un estancamiento de larga duración”.

Debería ser responsabilidad de gobiernos y analistas evitar con medidas y advertencias que las burbujas alcancen dimensiones que se revelan social y económicamente amenazantes. Pero en España no han predominado la prudencia y la finura en las políticas ni en los pronósticos: los gobiernos han sido tan irresponsables, como raros los analistas que hemos venido advirtiendo desde hace tiempo sobre los peligros del evidente desenlace del ciclo.

Como botón de muestra de ambas irresponsabilidades resulta a la vez sorprendente y penoso escuchar a todo un ministro de Economía confesar que la crisis le había pillado desprevenido, haciendo gala ya sea de un cinismo a prueba de bomba o –no se sabe qué es peor– de una incompetencia supina.

En mi opinión, los fallos no han venido tanto de errores de diagnóstico, como de la censura implícita que impedía comunicar que se creía que podía crear “alarma social”. Pues me resisto a creer que cualquier analista mínimamente experimentado no supiera que el pulso de la coyuntura económica acostumbra a ser cíclico y que la magnitud del auge y de los desequilibrios originados presagian la magnitud del declive.

Y me consta que, entre los economistas más próximos al poder político y/o empresarial, estaba mal visto reconocer públicamente la propia existencia de la burbuja inmobiliaria como no fuera para afirmar, a modo de mantra o conjuro repetitivo, que el “aterrizaje sería suave” a fin de no desanimar a los compradores de inmuebles, ni siquiera en la fase final y más comprometida del ciclo.

Así, ni los avisos esporádicos del Banco de España, ni los trabajos de algunos analistas aislados pudieron romper el coro de complacencia entonado por los profesionales, empresarios y políticos de un sector y de un país que acostumbran a premiar la obediencia servil y a despreciar la inteligencia.

Pero la coyuntura económica no se controla con campañas de imagen que nieguen la crisis, ensalcen la solidez de la economía española y refuercen la confianza de los inversores, cuando las cifras dicen todo lo contrario, pues estas mandan más que las campañas. Si la capacidad de financiación de los hogares ya está exhausta de tanto “invertir en ladrillos”, si la inversión extranjera en inmuebles ya empezó a decaer hace cuatro años y si ya no se puede obtener, como antes, en el exterior financiación barata y abundante, no hay campañas de imagen que valgan.

La gran irresponsabilidad de los gobiernos no solo estriba en haber negado o soslayado la burbuja inmobiliaria, sino en haberla seguido alimentando hasta el final con potentes desgravaciones fiscales y ocultaciones consentidas de plusvalías, que desembocaron en casos tan sonados como el de Marbella, forzando así el lamentable monocultivo inmobiliario de este país.

Todo ello cuando deberían de haberla identificado y gestionado desde hace tiempo para evitar un desenlace tan poco recomendable como al que estamos asistiendo. Situación que además pide a gritos el cambio del actual modelo inmobiliario que, para colmo, nuestros “avanzados” políticos ni siquiera se han planteado.

El gran error político del presidente Zapatero fue, en suma, no tomar conciencia y ni plantear con claridad el horizonte de crisis al que llevaba el auge inmobiliario e iniciar su controlada reconversión cuando ganó sus primeras elecciones, hace ya cinco años. Entonces sí que hubiera sido posible planificar con tiempo el añorado “aterrizaje suave” y la necesaria reconversión “del sector”.

También entonces hubiera podido culpar a quienes le precedieron de la comprometida situación a la que se veía abocada la economía española. Habría podido esquivar, entonces, la burbuja que le acabó explotando en la cara. Con el agravante de que, al hacer suyo el “España va bien” de Aznar, dio pie a que ahora lo señalen como culpable.

* José Manuel Naredo es economista y estadístico

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